*Editorial
Cada 12 de diciembre, millones de personas se movilizan en México para rendir homenaje a la Virgen de Guadalupe. Entre ellas, las mujeres ocupan un lugar central, no solo por su presencia masiva en las peregrinaciones, sino por la carga emocional, histórica y social que depositan en esta figura.
Para muchas, la Guadalupana no es únicamente un símbolo religioso, sino un refugio en medio de un país donde la violencia de género, la desigualdad, la injusticia y la precariedad atraviesan la vida cotidiana.
En los caminos hacia la Basílica y en los santuarios locales, las mujeres caminan con promesas, fotografías, nombres escritos en papel o recuerdos de quienes ya no están. Algunas agradecen haber sobrevivido a episodios de violencia; otras piden protección para sus hijas, hermanas o madres.
Hay quienes cargan el peso de denuncias que no avanzan, de instituciones que no responden o de ausencias que se vuelven insoportables. La fe se convierte en un espacio donde pueden depositar aquello que el Estado no ha sabido atender.
La figura de la Virgen de Guadalupe ha acompañado históricamente procesos de resistencia femenina. En comunidades rurales, colonias urbanas y barrios populares, su imagen está presente en altares improvisados, puestos de trabajo, casas y centros comunitarios.
Para muchas mujeres, representa una presencia cercana, una madre que escucha y que no juzga, una figura que sostiene cuando las redes familiares o institucionales fallan. En un país donde la violencia contra las mujeres es estructural, la Guadalupana se vuelve un símbolo de consuelo y, al mismo tiempo, de fuerza.
Las peregrinaciones también revelan la dimensión colectiva de esta fe. Mujeres que no se conocen se acompañan, se ofrecen agua, comparten historias y se reconocen en sus dolores. En esos trayectos se tejen vínculos que no siempre encuentran espacio en otros ámbitos.
La caminata se convierte en un acto de resistencia física y emocional, una forma de reclamar un lugar en el espacio público y de reafirmar que sus vidas importan. La fe, en este sentido, no es pasiva: es una manera de sostenerse frente a un entorno adverso.
En los últimos años, la celebración guadalupana ha coincidido con un contexto de creciente movilización feminista. Aunque provienen de tradiciones distintas, ambas expresiones comparten un punto de encuentro: la búsqueda de dignidad y de justicia para las mujeres.
Muchas peregrinas llevan en sus plegarias los nombres de víctimas de feminicidio o de mujeres desaparecidas. Otras piden fortaleza para seguir enfrentando un sistema que las revictimiza. La Basílica y los santuarios se convierten así en espacios donde la memoria de estas violencias también encuentra un lugar.
La fe guadalupana no resuelve las causas estructurales de la violencia, pero sí ofrece un respiro en medio de la incertidumbre. Para miles de mujeres, es un acto íntimo y político a la vez: una forma de afirmarse, de resistir y de encontrar consuelo en un país donde la vida cotidiana exige fortaleza constante.
En cada vela encendida, en cada paso dado y en cada plegaria pronunciada, se expresa una búsqueda profunda de protección y de esperanza.
En este 12 de diciembre, la presencia de las mujeres frente a la Guadalupana vuelve a recordarnos que la fe también es un territorio donde se disputa la dignidad. Y que, en un país marcado por la violencia, ellas siguen cargando no solo sus propias historias, sino las de todas aquellas que ya no pueden caminar.












