La infidelidad y la culpa.

*Por Marisol Escárcega

En nuestro país, mientras se alaba las canciones de José Alfredo Jiménez en las que califica a las mujeres de “ambiciosas” y de no saber valorar a los “hombres buenos”, las que interpretaba Paquita la del Barrio son vistas como letras de “despechadas”, como en algún momento fueron consideradas las de Jenni Rivera. Música de luchonas, pues.

Y es que la infidelidad se ve diferente si se es hombre o mujer. Recientemente se hizo viral un video en un concierto del grupo Coldplay en el que, sin querer, se reveló que Andy Byron y Kristin Cabot, CEO y exdirectora de Recursos Humanos de Astronomer, eran amantes. Ambos tenían parejas e hijos.

En los comentarios de las notas se podía leer a hombres tachando de “metiche” a quien grabó a la pareja, otros criticaban la infidelidad, pero sólo la de Cabot y, unos más justificaban el desliz de Byron, argumentando que “una canita al aire no lo hacía una mala persona”.

Sin embargo, resulta que a los hombres que les han sido infieles se les permite todo, como hablar mal de su expareja, incluso frente a sus hij@s, además de que son arropados por la familia que también lapida a “esa mala mujer”. Nadie lo cuestiona. Nadie dice: “Quizá le fueron infiel porque se puso gordo, porque ya es viejo o porque es pésimo en la cama”.

En cambio si a una mujer la engañan su dolor es menospreciado, ya que es obligada por la sociedad a superar rápido ese evento. No puede detenerse a llorar, beber ni mucho menos a maldecir, sobre todo si tiene hij@s, porque ¿ni modo de decirles que el papá es un infiel?

El hombre puede quejarse cuanto quiera, pero la mujer no, porque entonces se le califica de ardida, de poco digna, ¿se acuerdan de Shakira?

Se nos olvida que una infidelidad del grado que quieran: mensajes, llamadas, salidas, filtreos, contacto sexual… no sólo acaba con la confianza en la pareja, sino, en el caso de las mujeres, también en la confianza en sí mismas.

Tradicionalmente, las mujeres creemos que los acuerdos que hacemos con los hombres son seguros y/o sagrados, sobre todo si hay un papel o una ceremonia religiosa de por medio.

Al enterarse del engaño, la intimidad de las mujeres queda bajo el escrutinio de todo el mundo, la familia, vecin@s, amig@s y/o compañer@s de trabajo, quienes buscan saber qué pasó, por lo que, inconscientemente las mujeres sentimos culpa y vergüenza de haber sido engañadas, y más si se es una persona pública. Vuelvo al ejemplo de Shakira.

Al ser engañada, la mujer no sólo odiará a la pareja, sino que además detestará a la amante, con la que, inevitablemente se comparará: “si es más joven, más bonita, más delgada, más preparada…” (oootra vez la competencia entre mujeres). Encima se culpará de la infidelidad, “porque trabajaba mucho, subió kilos en los embarazos, hay arrugas en su rostro, está en la menopausia o porque no se le da muy bien cocinar…”.

Sí, la infidelidad se vive distinto si eres hombre o mujer, y el castigo o permisividad social también es diferente. Sin duda, como ya vimos, la culpa es más grande en las mujeres.

Los hombres que han sido infieles saben de facto que toda la crítica, o la mayor parte, caerá en la amante. Es a ella a la que acusarán de deshacer un hogar. No importa qué pase después, toda su vida será la amante y tendrá que cargar con las consecuencias.

En cambio, con ellos se normaliza que sean infieles, casi casi nos dicen que lo llevan en su ADN, y que no queda más que perdonarlos.

Para ellos la justificación. Para las amantes el castigo, el estigma, la severidad. Para las mujeres engañadas, la humillación, la culpa y a perdonar.

Ya es tiempo de que la vergüenza cambie de lado, ¿no creen?