La invención del narco

/ Jorge Volpi /

Las palabras jamás son inocentes: como advertía el filósofo John Austin, producen cosas. No solo enmascaran la realidad, sino que la crean, ciñéndonos a discursos que no son nuestros, sino del poder. Si en su fascinante Los cárteles no existen (2018), Oswaldo Zavala mostraba cómo los ciudadanos hemos caído en la trampa de asumir la existencia de estos poderosísimos grupos criminales como los principales enemigos del Estado, en su ambicioso La guerra en las palabras. Una historia intelectual del “narco” en México (1975-2020) lleva la premisa más lejos: todas nuestras ideas sobre el narcotráfico, y en particular sobre la guerra desatada en su contra, proceden de la narrativa articulada por Estados Unidos desde fines de la Segunda Guerra Mundial.

El narco, en este sentido, tampoco existe: se trata de una invención política, nacida a partir de criterios de seguridad nacional impuestos desde Washington y que, al menos desde enero de 1977 -la fecha con que comienza su relato-, México empezó a adoptar oficialmente como suyos. Sometiéndose a la presión diplomática de la administración de Gerald Ford, José López Portillo y su procurador general de la República, Óscar Flores Sánchez, lanzaron entonces la Fuerza de Tarea Cóndor, destinada a combatir la siembra y el tráfico de drogas en el llamado Triángulo Dorado. Una operación que, en los agridulces vaivenes de la historia, estuvo coordinada por el joven Alejandro Gertz Manero, hoy fiscal general de la República.

A partir de ese momento, la narrativa de que es imprescindible emplear al Ejército para combatir a los narcos se incrusta en el centro de la vida política mexicana. Aunque, como documenta Zavala, entonces las intervenciones para destruir e incautar marihuana y amapola se limitan a operaciones contra los campesinos encargados del cultivo, en tanto los auténticos responsables son protegidos desde los altos mandos militares, el germen de la catástrofe posterior ya se encontraba allí. Creer a pie juntillas que las drogas constituyen la mayor amenaza para el Estado articula un sinfín de estrategias que modifican radicalmente la acción de ese mismo Estado.

Es entonces cuando se traba la incómoda alianza entre la DEA y la Dirección Federal de Seguridad que impondrán lo que Agamben define como un estado de excepción permanente: el uso descarado de la fuerza que no toma en cuenta ninguna previsión civil. Paradójicamente, hasta el fin del régimen priista, en el 2000, bajo esta lógica el Estado mexicano supervisa y regula el tráfico en una pax priista que concilia sus intereses con los de los criminales que a la vez protege y hostiga.

Surgen así las primeras representaciones mainstream de los narcos que alcanzarán un protagonismo absoluto a partir de los operativos conjuntos lanzados por Calderón en 2006: enemigos sanguinarios que, al modo de los terroristas que destruyeron las Torres Gemelas, es urgente aniquilar. El poder se inventa a sus rivales para ocultar que, en la mayor parte de los casos, el número creciente de muertes se produce justo en las zonas donde se despliegan las Fuerzas Armadas. La imposición de este mito justifica la militarización del país que se prolongará hasta hoy.

Si Peña no hace otra cosa que bajar un poco el volumen al discurso de la guerra sin alterar la estrategia, López Obrador da unos cuantos pasos hacia delante -hoy visibilizados con la clausura de la unidad de investigaciones especiales de la DEA en México- solo para retroceder todavía más. De un lado, modifica la narrativa e intenta enfocarse en las causas de la violencia, mientras del otro extrema la militarización extendida a todas las áreas de su gobierno y se desentiende de la reforma al sistema de justicia. Paradójicamente, entramos en una era sin guerra -sin palabras de guerra- donde el Ejército está en todas partes. Con AMLO, el estado de excepción permanente se vuelve aún más perverso: ahora el “pueblo uniformado” se halla, con y sin uniformes, en cada resquicio donde el Estado tiene un lugar.