Por Marisol Escárcega*
“Vete a la primera. No te quedes”, escuché esa frase tantas veces que jamás le tomé significado hasta que un día Alfredo me empujó y caí de sentón con la sopa hirviendo entre mis piernas.
Me quedé helada. No supe qué decir, sólo sentí frío, qué irónico, ¿no?, ni siquiera notaba los fideos calientes que se pegaron a mis muslos.
Pero aquella vez no fue la primera ni tampoco cuando me sujetó tan fuerte del brazo que sus dedos se me quedaron marcados durante días. Ni tampoco fue cuando quedé sangrando luego de “hacer el amor” con él; Rocío, mi hija, apenas tenía una semana de nacida.
La primera vez tampoco fue cuando aventó una muñeca de porcelana que nos regaló su hermana el día de nuestra boda, me pasó rozando la cara, se estrelló en la pared y se hizo mil pedazos, ni tampoco fue cuando me dijo “jugando” que era una “tontita”.
Es que… me cuesta recordar cuándo fue la primera vez que Alfredo olvidó que era su pareja, la madre de su hija, el amor de su vida –porque les juro que me lo dijo muchas veces y, cada vez que lo hacía, yo me sentía la mujer más afortunada del mundo–.
Así que no recuerdo la primera vez que él me pegó, y no me refiero a lastimarme físicamente, sino aquella primera vez en que mi corazón sintió que, quizás “ahí no era”, que, tal vez mi lugar no era ése.
Y es que, tras el empujón, vinieron más y más y más golpes, en la cara no tan seguido, porque se me notaba, sabía dónde pegarme, y saber que él ya lo sabía me hacía preguntarme si eso ya lo había hecho antes, que, quizá, no era la primera mujer a la que maltrataba.
Patadas, pellizcos, mordidas, cachetadas, empujones, dejarme dormir en el suelo, llevarse a mi hija con su madre, aventarme el café en la cara, violarme… Sí, lo hizo decenas de veces.
No lo dejé, siempre venía al día siguiente con algún regalo, me pedía perdón y me juraba que no lo volvería a hacer, “que perdió los estribos”, “que no sabía lo que hacía”, “que no era su intención”, y yo le creía cada vez porque lo amaba. Así fue durante seis años.
Creí que con mi amor sería suficiente, que nos alcanzaba perfecto a los dos y que podía cambiarlo, pero no fue así, él no cambió jamás y yo seguí creyendo en sus palabras.
Los golpes crecieron más y más. Tres veces fui a dar al hospital, dos de ellas con fracturas, no les dije la verdad, por supuesto, ¿se imaginan?, qué vergüenza, una de las doctoras que me atendió fue mi compañera de carrera, le dije que me había caído de las escaleras y por eso me rompí la muñeca. No me creyó, no es que me lo dijera, lo vi en su mirada.
Pero, al fin, hoy entendí que debí irme a la primera. Hoy le pegó por primera vez a Rocío, entonces no sentí frío, sino calor en todo mi cuerpo, fue como si hirviera por dentro. Me le fui encima y entonces volcó su ira y fuerza contra mí…
Desde donde estoy alcancé a ver cómo se va de la casa apresurado. Mi hija llora, una vecina entra y me ve. Grita, ¿por qué? Hay mucha sangre… Ahora recuerdo aquella primera vez. Teníamos dos meses de novios cuando me dijo: “Te amo tanto, que mataría por ti”…
Aquella vez dije que no era nada, que era, incluso, romántico. Hoy me doy cuenta de que la puerta por donde debí salir hace tiempo, está cerrada. Me arrepiento de todas las veces que pensé en irme, pero que me quedé, es que no tenía dinero ni a dónde ir, y ahora ya es demasiado tarde.
Ojalá todas nos fuéramos a la primera vez. La realidad es que aguantamos, esperamos a que todo mejore, pero todo empeora, y si no tenemos un lugar seguro a dónde ir, hij@s, no contamos con dinero, una casa propia y un largo etcétera, la decisión es más difícil, el problema es que la violencia en casa irá creciendo como el moho en la pared y, un día, sin duda alguna, nos matará.
*marisol.escarcega@gimm.com.mx.