La prostitución, sus mujeres y su mundo. La ciudad de México, siglo XVIII –

*Ciclo “Mujeres en los márgenes”, organizado por el Centro de Enseñanza para Extranjeros.

/María Guadalupe Lugo García/

22.02.2024 CiudadProstitución de México.- La hechicería y la prostitución fueron prácticas transgresoras de los modelos religiosos y morales que imperaban en la sociedad novohispana, señaló Clara López López, del Archivo Histórico Genaro Estrada de la Secretaría de Relaciones Exteriores.

Al participar en el ciclo “Mujeres en los márgenes”, organizado por el Centro de Enseñanza para Extranjeros, mencionó que tales prácticas fueron necesarias para cumplir funciones precisas, por ejemplo, el escape sexual “y como ayuda extra cuando la voluntad de Dios era tardía”.

Estas mujeres, que se encuentran el “margen social” por su condición misma, por no haber alcanzado el matrimonio o por transgredir las normas sociales (dijo sexuales), encuentran en la hechicería un método para trastocar el orden establecido por la masculinidad, expuso.

Hoy, la prostitución sigue presente; de forma cotidiana aún la seguimos encontrando en barrios de la Ciudad de México, como La Merced, donde se encuentra el Mercado de Sonora, lugar tradicional no sólo para ese oficio, sino para el consumo de “ingredientes mágicos”.

Al hablar de “La prostitución, sus mujeres y su mundo. La ciudad de México, siglo XVIII”, López López recordó que las mujeres novohispanas vivían bajo un modelo de resguardo, castidad y obediencia, inculcado en el hogar y por la Iglesia Católica.

Asimismo, vivían constantemente bajo la protección masculina, figura a la cual debían obediencia y fidelidad. “Su educación consistía en labores domésticas de costura y bordado”; las más afortunadas en lo económico podían contratar profesores que les enseñaban latín y aritmética, por ejemplo.

Foto: Víctor Hugo Sánchez.

En la sociedad novohispana era de vital importancia el matrimonio, ámbito donde el hombre y la mujer podían ejercer su sexualidad con fines de reproducción; ese era considerado como el “estado ideal” de la mujer. Sin embargo, muchas no lo alcanzaron por haber pasado la edad casamentera o carecer de una dote.

El modelo que prevalecía no era cumplido por todas ellas. Aquellas que no gozaban de “comodidades”, debían salir de sus hogares a practicar oficios como lavanderas, cocineras o vendedoras de frutas, y otras más se dedicaron a la prostitución, prosiguió en la sesión virtual.

En el siglo XVIII esa actividad, la prostitución, se entendió como exponer, entregar, abandonar a una mujer a la deshonra pública. “Se le llamó como lenón, lenocinante, proxeneta, rufián y alcahuete a quienes explotaron y vivieron de la prostitución”.

En tanto, aquellas que se dedicaban a ese oficio tenían nombres variados: puta, prostituta, mundana, suripanta, meretriz, enamorada o mujer pública, agregó Clara López López.

En el México novohispano, aclaró, las mujeres se dedicaban a la venta de sus encantos se debía a la falta de oportunidades, el abandono temporal o definitivo de sus cónyuges, la viudez y la inexistencia de instituciones que les brindaran protección.

La experta dijo que en esa actividad participaban españolas, mestizas y afrodescendientes. Las primeras contaban con más clientes y usaban artículos como cremas de almendras para conservar la suavidad de las manos y aguas perfumadas; las mulatas fueron su competencia más cercana, ya que su cuerpo resultaba atractivo, por su color de piel y vestuario.

Las indígenas no se dedicaron a ese oficio, por la relación de subordinación que las unían a los españoles, lo cual hacia posible que éstos tuvieran acceso sexual a ellas sin que ningún pago fuera necesario; o, mejor aún, porque encontraban otros medios de subsistencia, empleándose como sirvientas o vendedoras de alimentos.

No obstante, prosiguió, la vida cotidiana de la mujer pública no se salvaba de vicisitudes o de compartir ganancias con el alcahuete, que se encargaba de conseguirle clientes, tampoco de embarazos imprevistos.

Resaltó que para atraer a los clientes, las mujeres públicas, aparte de usar sus encantos personales y sus vestimentas, también recurrían a la hechicería, la cual se entendió como la práctica que pretendió actuar, influir o disminuir la voluntad humana a través de medios u objetos a los que se les tribuyó alguna facultad para intervenir en el destino, fortuna, sentimiento o decisión del individuo.

Por otra parte, precisó que las mujeres que no se dedicaban a la prostitución otorgaban a la hechicería el poder de doblegar la voluntad masculina, consolidar la relación sentimental con el hombre de su interés o bien como un medio de defensa para neutralizar o quitar de su camino a su rival en amores.

Detalló que las españolas aportaron al mundo supersticioso ingredientes como rosa, pan, sapo, agua y el uso de sangre menstrual; mientras que las negras y mulatas agregaron el uso de fetiches, huesos de animales, tierra de sepultura, uñas y cabellos, sudor y bebedizos. Las indígenas ya hacían uso de elementos como copal, incienso, adivinación con el uso del maíz y colibríes.

Dentro de mundo de la hechicería y la prostitución las mujeres indígenas fueron quienes se encargaron de elaborar y distribuir los “artilugios mágicos” que consumían las mujeres públicas, apuntó.

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