La segunda transición .

/ Fernando Rodríguez Duval /

Pocos dudan ya de que el próximo gobierno tendrá que ser de reconstrucción nacional. En efecto, es tal la cantidad de destrucción —en materia económica, de relaciones internacionales, de instituciones, de programas exitosos…— que ha llevado a cabo el actual gobierno, que el siguiente Presidente se verá obligado a trabajar en medio de ruinas.

Para ello necesitará muy amplios consensos y mucho sentido común.

Suele afirmarse que las épocas de crisis lo son también de oportunidades. Ante el caos que se vive actualmente en México, puede haber llegado el momento de llevar a cabo una segunda transición.

Sabido es que México padeció durante gran parte del siglo XX un régimen profundamente autoritario. En el hiperpresidencialismo mexicano, el poder estaba concentrado en el jefe del Ejecutivo, el cual gozaba de facultades constitucionales y metaconstitucionales: imperaba sobre los demás poderes, era el jefe real de su partido —que era, a su vez, hegemónico—, y además controlaba su propia sucesión.

Ese régimen tenía un discurso ideológico: se asumía como el heredero de la revolución mexicana, por lo que su naturaleza respondía a una especie de fatalidad histórica.

El autoritarismo mexicano fue distinto a otros. No había un dictador, sino un sistema de dictadura sexenal e institucional, no personal. Por lo tanto, la transición hacia la democracia fue larga y gradual.

No se produjo tras la muerte de un gobernante o la caída de un muro, sino con la paulatina construcción de condiciones que permitieran la competitividad electoral en un país cada vez más plural.

Este carácter particular de la transición mexicana generó insuficiencias. No parió un nuevo régimen. Las correlaciones de fuerzas parlamentarias impidieron cambios de fondo, a pesar de que los avances fueron indudables, como el diseño de innumerables órganos constitucionales autónomos que dispersaron saludablemente el otrora poder presidencial.

Pero la insatisfacción en amplias capas de la sociedad persistió, agravada por la corrupción y la violencia del crimen organizado.

Esto fue aprovechado por el gran impugnador de la transición a la democracia: Andrés Manuel López Obrador. Priista de la vieja escuela, fanatizado en el nacionalismo revolucionario y su historia oficial, el Presidente ha asumido como propia la tarea de restaurar al viejo régimen hiperpresidencial.

Su “Cuarta Transformación” en el fondo es eso: una añoranza del México donde no había contrapesos que limitaran a hombres con una tarea providencial por cumplir.

Se torna necesaria, pues, una segunda transición que deje atrás el autoritarismo y reconstruya, sin las carencias del pasado, una república genuinamente democrática. Ahí está el formidable reto que tiene frente a sí la oposición.