LA SUPREMA CORTE DEL ARCORDION.

  • El Lince .

/ Por: César Augusto Vázquez Lince /

La Suprema Corte de Justicia de la Nación acaba de estrenar nuevos ministros. La noticia, que debería ser motivo de entusiasmo democrático, en realidad se recibe con un dejo de escepticismo. ¿Por qué? Porque más allá de los nombres, lo que asoma es el color: guinda.

La elección de magistrados tuvo una participación ciudadana ínfima. Nadie se volcó a las urnas, porque el proceso mismo fue diseñado para no despertar interés ni debate. Y sin embargo, esas sillas que hoy ocupan Hugo Aguilar Ortiz y compañía no son menores: ahí se definirá la constitucionalidad de las decisiones presidenciales y legislativas. La Corte, que debería ser el último contrapeso, se parece cada vez más a un brazo del poder.

El problema no es solo la baja votación, sino la cercanía evidente con el poder político. Ahí están los nombres: Lenia Batres, hermana de Martí Batres, jefe de Gobierno de la Ciudad de México morenista; Loretta Ortiz, exdiputada de Morena; Yasmín Esquivel, sostenida por Palacio Nacional pese al escándalo del plagio; María Estela Ríos, exconsejera jurídica de López Obrador; Irving Espinosa, asesor legislativo de Morena; Sara Irene Herrerías, vinculada a la Fiscalía de la 4T. La lista habla por sí sola: imparcialidad comprometida desde el origen.

Vale recordar que la ministra Norma Piña fue crucificada mediáticamente por haberse reunido con Alejandro “Alito” Moreno. Los mismos que gritaban “¡sumisión al PRI!” hoy guardan un silencio sospechoso cuando Hugo Aguilar Ortiz se sienta a la mesa con diputados y senadores de Morena. La vara, como se ve, no mide igual.

El filósofo Montesquieu advertía que “el poder debe detener al poder”. Pero en México, parece que la lógica se invirtió: el poder se alimenta del poder. Los nuevos ministros no llegan para frenar al Ejecutivo, sino para asegurarle obediencia. Todo lo que se tiñe de guinda, desde el Congreso hasta los organismos autónomos, termina orbitando alrededor del presidencialismo.

¿Imparcialidad? La duda se instala, legítima y necesaria. Si los ministros ya entran con compromisos políticos, las resoluciones de la Corte se vuelven predecibles. Y lo peor: la ciudadanía deja de confiar en su justicia. La Corte no está para complacer al Presidente en turno, sino para recordarle sus límites. Sin ese contrapeso, lo que queda es una democracia descolorida.

Quizá, como diría Maquiavelo, el príncipe siempre busca consolidar su poder. Pero la verdadera grandeza de un Estado está en que existan voces capaces de decirle “no”. Y esa voz, que debería resonar en el Pleno de la Suprema Corte, parece apagarse entre las sonrisas de coyuntura y las sobremesas políticas.