Los asuntos de Víctor Hal Díaz.
María, la madre terrestre de Jesús, descendía de una larga estirpe de antepasados extraordinarios que comprendía muchas mujeres entre las más notables de la historia racial de Urantia.
Aunque María era una mujer típica de su tiempo y de su generación, con un temperamento bastante normal, contaba entre sus antecesores a mujeres tan ilustres como Annon, Tamar, Rut, Betsabé, Ansie, Cloa, Eva, Enta y Ratta.
Ninguna mujer judía de la época poseía un linaje que tuviera en común a unos progenitores más ilustres, o que se remontara a unos orígenes más prometedores.
Los antepasados de María, como los de José, estaban caracterizados por el predominio de individuos fuertes pero corrientes, resaltando de vez en cuando numerosas personalidades sobresalientes en la marcha de la civilización y en la evolución progresiva de la religión.
Desde un punto de vista racial, no es muy apropiado considerar a María como una judía. Por su cultura y sus creencias era judía, pero por sus dones hereditarios era más bien una combinación de estirpes siria, hitita, fenicia, griega y egipcia; su herencia racial era más heterogénea que la de José.
De todas las parejas que vivían en Palestina en la época para la que se había proyectado la donación de Miguel, José y María poseían la combinación más ideal de vastos vínculos raciales y de dotaciones de personalidad superiores a la media.
El plan de Miguel era aparecer en la Tierra como un hombre ordinario, para que la gente común pudiera comprenderlo y recibirlo; por eso Gabriel eligió a unas personas como José y María para ser los padres de la donación.
El temperamento de María era totalmente opuesto al de su marido. Habitualmente alegre, rara vez se encontraba abatida, y poseía un carácter siempre risueño. María se permitía expresar libre y frecuentemente sus sentimientos emocionales, y nunca se la vio afligida hasta después de la muerte súbita de José. Apenas se había recuperado de este golpe cuando tuvo que enfrentarse con las ansiedades y las dudas que despertaron en ella la extraordinaria carrera de su hijo mayor, que se desarrollaba tan rápidamente ante sus ojos asombrados.Pero durante toda esta experiencia insólita, María se mantuvo serena, animosa y bastante juiciosa en sus relaciones con su extraño y poco comprensible hijo mayor, y con sus hermanos y hermanas sobrevivientes.
Jesús poseía de su padre gran parte de su dulzura excepcional y de su maravillosa comprensión benevolente de la naturaleza humana; había heredado de su madre su don de gran educador y su formidable capacidad de justa indignación. En sus reacciones emocionales hacia su entorno durante su vida adulta, Jesús era en ciertos momentos como su padre, meditativo y piadoso, a veces caracterizado por una tristeza aparente; pero en la mayoría de los casos continuaba hacia adelante a la manera optimista y decidida del carácter de su madre. En conjunto, el temperamento de María tendía a dominar la carrera del Hijo divino a medida que crecía y avanzaba a grandes pasos hacia su vida de adulto. En algunos detalles, Jesús era una mezcla de los rasgos de sus padres; en otros aspectos, los rasgos de uno predominaban sobre los del otro.
Jesús poseía de José su estricta educación en los usos de las ceremonias judías y su conocimiento excepcional de las escrituras hebreas; de María obtuvo un punto de vista más amplio de la vida religiosa y un concepto más liberal de la libertad espiritual personal.
Las familias de José y de María eran muy instruidas para su tiempo. José y María poseían una educación que estaba muy por encima del promedio de su época y de su posición social. Él era un pensador; ella sabía planificar, era experta en adaptarse y práctica en la ejecución de las tareas inmediatas. José era moreno con los ojos negros; María era casi rubia con los ojos castaños.
Si José hubiera vivido, se habría convertido sin duda alguna en un firme creyente en la misión divina de su hijo mayor. María alternaba entre la creencia y la duda, enormemente influida por la postura que tomaron sus otros hijos y sus amigos y parientes, pero su actitud final siempre estuvo fortalecida por el recuerdo de la aparición de Gabriel inmediatamente después de la concepción del niño.
María era una tejedora experta, con una habilidad por encima de la media en la mayoría de las artes hogareñas de la época; era una buena ama de casa, con capacidad sobrada para crear un hogar. Tanto José como María eran buenos educadores, y se preocuparon por que sus hijos estuvieran bien instruidos en los conocimientos de su tiempo.
Cuando José era joven, fue contratado por el padre de María para construir un anexo a su casa; en el transcurso de una comida al mediodía, María llevó a José un vaso de agua, y fue en ese momento cuando empezó realmente el cortejo de los dos jóvenes que estaban destinados a ser los padres de Jesús.
José y María se casaron, de acuerdo con la costumbre judía, en la casa de María, en las afueras de Nazaret, cuando José contaba veintiún años de edad. Esta boda fue la culminación de un noviazgo normal de casi dos años.
Poco después se trasladaron a su nueva casa de Nazaret, que había sido construida por José con la ayuda de dos de sus hermanos. La casa estaba situada al pie de una elevación que dominaba de manera muy agradable la comarca circundante. En esta casa especialmente preparada, los jóvenes esposos en espera de niño pensaban acoger al hijo de la promesa, sin saber que este importante acontecimiento del universo iba a suceder en Belén de Judea, mientras estaban ausentes de su domicilio.
La mayor parte de la familia de José se hizo creyente en las enseñanzas de Jesús, pero muy pocos miembros de la familia de María creyeron en él hasta después de su partida de este mundo. José se inclinaba más hacia el concepto espiritual del Mesías esperado, pero María y su familia, y sobre todo su padre, mantenían la idea de un Mesías como liberador temporal y gobernante político. Los antepasados de María se habían identificado de manera destacada con las actividades de los Macabeos, en tiempos por aquel entonces muy recientes.
José sostenía vigorosamente el punto de vista oriental, o babilonio, de la religión judía; María tendía fuertemente hacia la interpretación occidental, o helenística, de la ley y de los profetas, que era más amplia y liberal.
La casa de José y María era una construcción de piedra compuesta por una habitación con un techo plano, más un edificio adyacente para alojar a los animales. Los muebles consistían en una mesa baja de piedra, platos y ollas de barro y de piedra, un telar, una lámpara, varios taburetes pequeños y alfombras para dormir sobre el piso de piedra.
En el patio trasero, cerca del anexo para los animales, había un cobertizo que protegía el horno y el molino para moler el grano. Se necesitaban dos personas para utilizar este tipo de molino, una para moler y otra para echar el grano. Cuando Jesús era pequeño, echaba grano con frecuencia en este molino mientras que su madre hacía girar la muela.
Años más tarde, cuando la familia creció, todos se sentaban en cuclillas alrededor de la mesa de piedra agrandada para disfrutar de sus comidas, y se servían el alimento de un plato o de una olla común.
En invierno, la mesa estaba iluminada durante la cena por una pequeña lámpara plana de arcilla que llenaban con aceite de oliva.
Después del nacimiento de Marta, José construyó un agregado a esta casa, una amplia habitación que se utilizaba como taller de carpintería durante el día y como dormitorio por la noche.
María era una madre amorosa pero bastante estricta en la disciplina.
Aunque María no podía comprender muchas cosas de su hijo, lo amaba de verdad; lo que más apreciaba era la buena voluntad con que asumía la responsabilidad del hogar.
Para José y María fue una experiencia difícil encargarse de criar a un ser que reunía esta combinación sin precedentes de divinidad y de humanidad; merecen que se les reconozca un gran mérito por haber cumplido con tanta fidelidad y con tanto éxito sus responsabilidades parentales.
Los padres de Jesús comprendieron cada vez más que había algo sobrehumano en su hijo mayor, pero jamás pudieron soñar ni siquiera un instante que este hijo de la promesa fuera en verdad el creador efectivo de este universo local de cosas y de seres. José y María vivieron y murieron sin enterarse nunca de que su hijo Jesús era realmente el Creador del Universo encarnado en la carne mortal.
A los 12 años de edad, Jesús se volvió profundamente consciente de la diferencia de puntos de vista entre José y María respecto a la naturaleza de su misión. Meditó mucho sobre la diferencia de opinión de sus padres, y a menudo escuchó sus discusiones cuando ellos creían que estaba profundamente dormido. Se inclinaba cada vez más por el punto de vista de su padre, de manera que su madre estaba destinada a sentirse herida al darse cuenta de que su hijo rechazaba poco a poco sus directrices en las cuestiones relacionadas con la carrera de su vida. A medida que pasaban los años, esta brecha de incomprensión fue incrementándose. María comprendía cada vez menos el significado de la misión de Jesús, y esta madre buena se sintió cada vez más herida porque su hijo favorito no llevaba a cabo sus esperanzas más acariciadas.
José creía cada vez más en la naturaleza espiritual de la misión de Jesús; y si no fuera por otras razones más importantes, de hecho, es una pena que no viviera lo suficiente como para ver realizarse su concepto de la donación de Jesús en la Tierra.
A medida que pasaba el tiempo, su madre y sus hermanos y hermanas tenían más dificultades para comprender a Jesús; tropezaban con lo que decía e interpretaban mal sus acciones. Todos eran incapaces de comprender la vida de su hermano mayor, porque su madre les había dado a entender que estaba destinado a ser el libertador del pueblo judío. Después de haber recibido estas insinuaciones de María como secretos de familia, imaginad su confusión cuando Jesús desmentía francamente todas estas ideas e intenciones.
Cuando Jesús tenía 26 años, (año 20 d.C.) María presentía que se estaba preparando para dejarlos. ¿Dejarlos para ir adónde? ¿Para hacer qué? Casi había abandonado la idea de que Jesús era el Mesías. No podía comprenderlo; simplemente no podía sondear el interior de su hijo primogénito. Se daba cuenta, de vez en cuando, que Jesús se estaba preparando para marcharse.
María sufría el peso de una gran incertidumbre.Si Jesús quisiera sentarse y hablar francamente con ella de todo esto como cuando era niño… Pero se había vuelto muy reservado y mantenía un profundo silencio sobre el futuro.
EL 19 de enero del año 27, primer día de la semana, Jesús y los doce apóstoles se prepararon para marcharse de su cuartel general de Betsaida.No salieron de la casa de Zebedeo hasta cerca del mediodía, porque las familias de los apóstoles y de otros discípulos habían venido para despedirlos y desearles buena suerte en la nueva tarea que estaban a punto de empezar.
Poco antes de partir, los apóstoles no vieron al Maestro, y Andrés salió a buscarlo. No tardó en encontrarlo sentado en una barca en la playa, y Jesús estaba llorando. Los doce habían visto a menudo a su Maestro cuando parecía apesadumbrado, y habían contemplado sus breves períodos de graves preocupaciones mentales, pero ninguno de ellos lo había visto nunca llorar. Andrés se quedó un poco sorprendido al ver al Maestro así de afectado en vísperas de su partida hacia Jerusalén, y se atrevió a acercarse a Jesús para preguntarle: «En este gran día, Maestro, cuando estamos a punto de partir hacia Jerusalén para proclamar el reino del Padre, ¿por qué lloras? ¿Quién de nosotros te ha ofendido?»
Y Jesús, regresando con Andrés para reunirse con los doce, le respondió: «Ninguno de vosotros me ha causado pena. Estoy triste solamente porque ningún miembro de la familia de mi padre José se ha acordado de venir para desearnos buena suerte.»
En aquel momento, Rut estaba de visita en casa de su hermano José, en Nazaret. Otros miembros de su familia se mantenían alejados por orgullo, decepción, incomprensión y pequeños resentimientos a los que habían cedido porque sus sentimientos habían sido heridos.
María y los hermanos de Jesús pensaban que Jesús no los comprendía, que había perdido su interés por ellos, sin darse cuenta de que eran ellos los que no lograban comprenderlo.
Jesús no abandonó a su familia terrestre para hacer la obra de su Padre — fueron ellos los que lo abandonaron.
Después de la crucifixión y muerte de Jesús, María regresó a Betsaida, donde vivió en la casa de Juan el Evangelista durante el resto de su vida física. María no llegó a vivir más de un año después de la muerte de Jesús.
El Libro de Urantia, documentos 122:5 y 6; 124:4; 127:1; 141:0; 154:6