De Interés Público
Emilio Cárdenas Escobosa
Las violentas escenas que vivió Estados Unidos este miércoles 6 cuando simpatizantes del presidente saliente irrumpieron en el Capitolio deteniendo el conteo de los votos electorales en la sesión del Congreso de Estados Unidos convocada con el fin de declarar formalmente la victoria del presidente electo Joe Biden dejaron estupefacto al mundo.
Era inconcebible que el mandatario saliente, un descompuesto e iracundo Donald Trump, intentara una suerte de Golpe de Estado y azuzara a la turba de sus seguidores a protagonizar un escenario de violencia y caos que dejó cuatro muertos, decenas de detenidos e imágenes impensables en una democracia como la norteamericana que, pese a todo, ha sido referente internacional desde hace dos siglos.
Estos hechos sin precedentes generaron fuertes críticas al liderazgo de Trump dentro de su propio partido y en todo el mundo, que catalogaron de “vergonzoso”, “impactante” y “preocupante” lo sucedido dentro y fuera del Capitolio, y expresaron su preocupación por el “ataque contra la democracia”. Son muchas las voces que demandan la destitución del magnate antes de que haga más daño en las dos semanas que le quedan en la presidencia norteamericana.
Este episodio es la conclusión de una presidencia que se dedicó a dividir a la nación norteamericana durante cuatro años y a exaltar los peores resortes del supremacismo, la xenofobia, el racismo y la intolerancia que abrazan amplios sectores de la población de ese país. Una gestión, la de Trump, montada en un discurso demagógico, populista y polarizador que ha causado ya un profundo daño en la convivencia democrática en el vecino país del norte.
Esta experiencia debe dejarnos muchas reflexiones. La primera, que la democracia implica reglas claras para que se despliegue la competencia política, y para que sean los ciudadanos quienes decidan quién accede al gobierno y a los puestos de representación. Y precisamente por ello, la democracia genera situaciones complejas, tensas o novedosas y que muchas veces impacientan al ciudadano que quiere resultados tangibles y rápidos a un amplio conjunto de demandas. Pero en modo alguno faculta a instigar una asonada cuando los resultados no favorecen a un partido o líder político.
La segunda, que sin pluralismo no hay verdadera democracia. La democracia es una forma de vida y de gobierno sustentada en la voluntad de la mayoría del pueblo. Pero el pueblo se caracteriza por la diversidad. Una sociedad democrática debe ser necesariamente una sociedad plural en la cual conviven, en un clima de tolerancia, diferentes grupos económicos, sociales, ideológicos y culturales.
De ahí que la defensa de la democracia pase necesariamente por la defensa del pluralismo en sus diferentes manifestaciones y, desde luego, por la defensa y el fortalecimiento de las instituciones. Una democracia consolidada en su pluralidad y eficacia es el mejor mecanismo de seguridad de nuestro futuro. Por ello debe ser un compromiso de todos los actores y fuerzas políticas impulsar la mejor forma de hacer política: el diálogo que concilia y suma, que destaca las coincidencias y hace de las diferencias razón de fortaleza.
Para nadie es secreto que la democracia mexicana está en zona de crisis, sujeta a toda clase de presiones, obstáculos e intereses que sin ambages y con estridencias se despedazan por el poder. Unos hablan a nombre de las mayorías empobrecidas que quieren más democracia, aunque pocos la entiendan cabalmente o la entiendan a su conveniencia, en tanto que otros, la invocan a cada momento pero al menos por lo visto hasta ahora la evitan bajo cualquier pretexto.
Desde luego que la dinámica política de una sociedad es mucho más compleja y excede los límites de sus instituciones políticas, más allá de desacuerdos y desconfianzas, pero no se puede subestimar la importancia de estas últimas para la consolidación de la democracia. Sin las instituciones, que desde luego son perfectibles, no existe ni el espacio ni las garantías para un ejercicio democrático.
No obstante, las instituciones en abstracto no sirven si quienes las conducen hacen a un lado los valores de la tolerancia y el diálogo y olvidan que deben gobernar para todos.
Se ha dicho que la democracia es un sistema de diálogos. Y de los diálogos en una sociedad pluralista y democrática nace la verdad, o mejor aún, las verdades.
De ahí que el peso que tiene el valor de la tolerancia que inspira el reconocimiento del otro como persona y como fin en sí mismo y que cancela, por tanto, la posibilidad de eliminar o excluir a los demás.
La tolerancia significa admitir que en la vida pública no hay verdades absolutas e inmutables y que las divergencias ocupan un lugar en el proceso del acuerdo. Tolerancia significa también poner freno a la proclividad por avasallar e imponer la propia voluntad de forma arbitraria. Implica, también, cultura del diálogo y hacer del debate y la negociación, los métodos para el entendimiento y el acercamiento de las posiciones. Pero implica sobre todo, desde el poder, el refrenar los ánimos de revancha y atemperar el ánimo derogatorio hacia quien disiente.
Por ello, la expresión más plena de la pluralidad se da en la tolerancia, porque ella permite que las diferencias se manifiesten con libertad y al margen de confrontaciones. Sin el valor de la tolerancia se cae en la intransigencia, el dogmatismo, la exclusión y el autoritarismo.
En México estamos inmersos ya en el proceso electoral federal para renovar la Cámara de Diputados y el relevo en gubernaturas, congresos y alcaldías que, por lo visto hasta ahora, habrá de llevarnos a profundizar la polarización política que quiérase o no está instalada entre nosotros.
En este 2021, cuando es de esperarse mesura en los actores políticos y en los cabecillas de las fuerzas políticas, las irreductibles y ya conocidas posturas de los bandos en pugna, así como los exabruptos, reflejos autoritarios o visiones caudillistas que hemos visto, auguran la profundización de esa polarización. Empieza a escucharse ya el estridente coro en las redes sociales que muestran la medición de fuerzas de los radicalismos de izquierda y derecha que hasta ahora solo se enseñan los dientes.
¿Ayudan en algo esas expresiones? ¿Contribuyen a la reflexión ecuánime sobre lo que nuestro país requiere para hacer frente a los graves problemas que enfrenta? ¿Sirven para definir el sentido de nuestro voto? Desde luego que no. Si de poner en riesgo a la democracia se trata, tanto daño hacen los chantajes y excesos de la izquierda como las amenazas, la prepotencia y la intolerancia de la derecha, con su guerra sucia, sus alegatos tremendistas y su histerismo.
Más allá de la demagogia, de los linchamientos verbales, del ánimo beligerante, de las entendibles pugnas entre los partidos, está el interés superior de la sociedad que sigue esperando respuestas a la gran mayoría de sus reclamos y que observa la paulatina descomposición del ambiente político nacional, marcada por la lucha sorda de los políticos en defensa de sus proyectos personales, de sus delirios transformadores o de sus negocios e intereses.
Es mucho lo que está en juego en el futuro inmediato. Es responsabilidad de todos evitar que se aliente más el clima de confrontación. Queremos que el debate de las ideas triunfe. Las fobias que nublan el entendimiento y degradan la inteligencia no son las mejores consejeras para decidir por quién votar y menos para gobernar y hacer política.
No queremos en unos meses o en el año 2024, cuando elegiremos Presidente de la República, vivir situaciones como las que hoy avergüenzan a los estadounidenses.
Por supuesto que los antecedentes del trato entre los adversarios políticos no dejan mucho terreno para visualizar un panorama optimista, pero es menester hacer de la política, con la tolerancia y el diálogo como sus mejores instrumentos, el mecanismo por antonomasia para evitarlo.
Ojalá se aprendan las lecciones.
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