*El Ágora .
/ Octavio Campos Ortiz /
Las mujeres representan más del 50 por ciento de la población en México, pero también el 52 por ciento en el padrón electoral; serán ellas las que definan el rumbo de nuestra democracia. Son las mexicanas quienes pondrán el ejemplo en la jornada cívica del próximo 2 de junio. Las manifestaciones del pasado 8 de marzo dan una idea de la conciencia social femenina, la cual despreciaron y desdeñaron el presidente de la República y todos los abyectos seguidores de la 4T. Ese resentimiento de las ciudadanas puede costarles caro en las urnas a los partidarios del populismo machista y patriarcal impuesto por el inquilino de Palacio Nacional, quien no quiere escuchar a las mujeres y a las que les negó -tras un palacio amurallado-, el derecho a ver izada la bandera nacional.
La participación feminista, definitoria en los próximos comicios, debe vencer primero el abstencionismo y la apatía de muchas de las mujeres que ven con recelo el proceso electoral mismo. Históricamente, los gobiernos en México son legitimados por menos de la tercera parte de los votantes: la mitad de los ciudadanos, hombres y mujeres, no acuden a las urnas y el candidato ganador solo tiene la mayor parte de los sufragios, pero sumada la oposición, también resulta perdedor. Es decir, los últimos mandatarios solo son aprobados por poco más del 25 por ciento del padrón electoral, incluido el actual mandatario. Por eso es fundamental la participación femenina, no es cualquier cosa que sean mayoría en las listas nominales del INE, pero no solo se trata de exigir que se respete su voto, primero tienen que comprometerse a ejercer ese derecho.
Menospreciadas por el gobierno y por muchos de los representantes populares que dicen defender causas feministas, las mexicanas que se han manifestado en las calles desde hace cuatro años pueden hacer que se escuche su voz y acabar con el patriarcado que las somete, pero asumen como parte de su cotidianidad. Deben ganar espacios no solo en la política sino en la vida diaria, en las estructuras sociales y mover a sus pares a participar en la construcción de la democracia. El Estado debe garantizarles la seguridad y libertad para realizarse plenamente, sin violencia, en igualdad de oportunidades que los hombres y dejar de ser adornos decorativos en lo político, social, académico, laboral y familiar.
Cierto, en las calles se expresó mayoritariamente la clase media, la mujer más preparada académicamente y muy pocas representantes de las clases populares, las cuales están obnubiladas por las dádivas del gobierno y el uso electorero de los programas sociales, mediante los cuales las han adoctrinado y convencido de que la pobreza es su destino manifiesto, el cual les permite sobrevivir en felicidad, cualquiera que sea el significado que tengan los de la 4T de esta. Pero no se puede ser feliz sin acceso a la educación de calidad, a los servicios de salud dignos, oportunos y con abasto de medicamentos, a una verdadera alimentación sana y balanceada y no estar atenidas a las despensas electoreras o a “la pensión de López Obrador” que utiliza el inquilino de Palacio Nacional para ganar votos; no se puede ser feliz sin empleo formal bien remunerado y sin ingresos suficientes para comprar la canasta básica, sin apoyo de guarderías para las madres trabajadoras. Ese es el paradigma que no han podido romper las del movimiento 8M. Hacer que esas mujeres marginadas, las que viven en la pobreza o en la miseria, acudan a votar -no coartadas por sus opresores-, para cambiar su destino y dejar de pensar que la fatalidad es un destino irreductible.
La gran misión de las aguerridas mujeres es convencer a sus pares, a sus iguales de género, de la función trascendental que tienen y la corresponsabilidad para definir el rumbo de la democracia. La felicidad no está en los espejismos del populismo, la felicidad está en la democracia como forma diaria de vida. Que vivan las mujeres participativas, pero no solo un día, sino todo el año.