Las reformas y la realidad

A juicio de Amparo

María Amparo Casar

El 17 de mayo de 2018, el aún candidato presidencial afirmó, en una reunión con empresarios, que en los primeros tres años de su sexenio no promovería reformas. “No queremos iniciar el gobierno como siempre, con reformas. Pensamos que con el marco legal actual podríamos iniciar los cambios y echar a andar la economía y garantizar el bienestar y la paz y la tranquilidad. Vamos a dejar las reformas para mediados del sexenio”.

Ésta es una más de las promesas de campaña incumplidas. Para diciembre de 2020 —a dos años de su mandato—, había enviado 30 iniciativas al Poder Legislativo; 24 (80%) fueron aprobadas; cinco de ellas modificaron la Constitución en más de una decena de artículos. Para el cierre del periodo ordinario de la actual legislatura se habían creado o reformado 137 ordenamientos legales. En 2021 se reformó la Carta Magna otras ocho veces para sumar 13 reformas constitucionales. En total, los artículos reformados fueron 50. No se sabe —la prisa dependerá del resultado de las elecciones— cuántas más tenga la capacidad de reformar con la composición actual del Congreso.

En esto también ha sido como los gobiernos anteriores: reformar la Constitución y las leyes pensando que así se reforma el país, aun cuando sabemos que muy a menudo esas reformas no son más que papel mojado. El mejor ejemplo de ello es el “derecho a una vida libre de violencia para las mujeres y niñas” que no ha hecho sino empeorar hasta llegar a una cifra récord de 10 feminicidios por día.

Pero más que el número de reformas legales y constitucionales importa resaltar dos cosas. La primera es la casi total ausencia de apertura del grupo mayoritario en el Congreso. Desde el sexenio de Salinas de Gortari, aun antes de que en 1997 ningún partido tuviera mayoría en las cámaras, buena parte de las reformas a la Constitución se dieron por consenso o, al menos, mediando la negociación entre los distintos grupos parlamentarios y, sobre todo, entre los representantes del Poder Ejecutivo —incluido el Presidente de la República— y los líderes de las bancadas. Esta legislatura se ha caracterizado por hacer a un lado la construcción de acuerdos y este titular del Poder Ejecutivo ha ignorado por completo a los partidos de oposición en las formas y en el fondo. Resulta inédito que en los casi tres años de gobierno solamente una vez el Presidente se haya reunido con la oposición en el Congreso. Igualmente, resulta inédito que prácticamente todas las reservas que usualmente manifiesta la oposición a las reformas aprobadas en lo general hayan sido, sistemáticamente, rechazadas.

La otra peculiaridad es la de la cantidad de acciones de inconstitucionalidad y controversias constitucionales interpuestas en contra de las reformas a la legislación aprobada. Las primeras —acciones de inconstitucionalidad— son las acciones legales promovidas contra leyes o normas de carácter general contrarias a la Constitución, ya sean éstas dictadas por el Congreso de la Unión, las legislaturas locales o las autoridades que pueden emitir reglamentos. Las segundas —controversias— son las acciones legales que se promueven contra un acto de alguna autoridad que invada la competencia de otra autoridad, incluidos los órganos constitucionales autónomos.

Al día de ayer, suman 43 las acciones y controversias interpuestas ante la Suprema Corte por los distintos actores con facultad para ello. Este elevado número de acciones legales contra violaciones a la Constitución y la invasión de poderes, aunado a los miles de amparos en contra de esas mismas leyes, es revelador: del desprecio por la construcción de acuerdos, del desaseo en la presentación y aprobación de iniciativas y del poco respeto a la legalidad.

El 5 de febrero de 2020, con motivo del aniversario de la Constitución, el Presidente declaró que las reformas impulsadas por su movimiento “pueden ser consideradas como una nueva Constitución dentro de la Constitución del 17”.

No estoy segura de que así sea, pero de lo que sí estoy segura es que la mayoría de las reformas que apuntalan su transformación tienen dos “peros” monumentales. Uno, están cuestionadas por la vía constitucional e incluso han sido objeto de señalamientos por los organismos internacionales de defensa del Estado de derecho y de los derechos fundamentales, así como por los socios con los que México ha firmado tratados internacionales. Dos, no han servido para hacer realidad sus compromisos de gobierno: terminar con la violencia, la corrupción y la desigualdad. Ni la Guardia Nacional y extrema militarización ni las leyes punitivas ni la constitucionalización de algunos de sus programas sociales han mejorado los niveles de inseguridad, de corrupción y de bienestar.

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