LEALES VS FORASTEROS.

/Juan José Rodríguez Prats/

Estamos en un tiempo en que los hombres, movidos por mediocres y feroces ideologías, se acostumbran a avergonzarse de todo
Albert Camus

Recuerdo los versos de Paul Geraldy que recitaba en mis años mozos: “¿Y esto era aquel amor? ¡Quién lo creyera! / ¿De modo que nosotros -aun nosotros- / cuando de amor hablamos / ¿somos como los otros?”. Parafraseando al poeta, cuando de política hablamos, ¿somos como los otros? “Qué desgracia, Dios mío que seamos lo mismo que son todos”.

En la historia, el debate más prolongado se ha producido entre quienes defienden un orden y quienes quieren subvertirlo. La discusión más aleccionadora se da (63 a.C.) en el Senado romano entre Cicerón y Catilina, quienes protagonizan esas posiciones.

Ha sido un lento proceso civilizatorio. Con el tiempo se dieron los mínimos consensos para disputar los cargos públicos que algunos denominaron “Contrato social” (Hobbes, Locke, Rousseau); en nuestro caso, “Pacto en lo fundamental” (Mariano Otero). Después se conformaron grupos denominados partidos, los leales, por ser respetuosos de los procesos y de sus resultados y quienes persistieron en el desacato, catalogados como antisistema o “outsiders” por estar en la periferia de las normas sociales. Prefiero llamarlos forasteros, pues se ubican fuera de la vida institucional. Se obsesionan por desechar todo lo que se ha venido constituyendo en el afán de iniciar una nueva era.

En nuestro caso, remembramos el debate epistolar (1928) entre José Vasconcelos y Manuel Gómez Morin. Uno pretendía el cambio súbito y radical. El segundo apostaba por hacerlo gradualmente, respetando la evolución de la ciudadanía para asimilar la cultura de la democracia.

La filosofía aporta el sustento de las correspondientes actitudes. Algunos encontraron asideros a su rencor contra el estado prevaleciente en el marxismo que proclamaba a la violencia como única partera de una nueva realidad. Con algunas variantes, mezcladas, desde luego, con las pasiones humanas, se fueron cuajando los Estados nacionales y con ellos la normatividad jurídica que les daba cierta consistencia.

La Revolución mexicana concibió un sistema político de transición, reconociendo su déficit de legitimidad para paulatinamente aproximarse a ser una república representativa democrática federal. Con avances y retrocesos, los leales y los forasteros se fueron agrupando. Los primeros apostaron por la vía electoral y la deliberación parlamentaria. Los forasteros aparentaron sumarse y aprovecharon las reformas que con gran cautela fueron emanando.

Un año clave fue 1987. Del partido hegemónico se desprendió una corriente que, definiéndose como una oposición leal, impulsó la participación. Fue, sin duda, un brote de energía social que años más tarde devino partido político. Sus dirigentes, Cuauhtémoc Cárdenas y Porfirio Muñoz Ledo, hombres con ideas y trayectoria, precisaron sus fines. Al poco tiempo, se les incrustó un clásico forastero, un típico adversario de las leyes y las instituciones. Sin consideración alguna, los despojó del mando y con el típico discurso populista, arrastró a las masas para acceder al poder.

No hubo sorpresas, Andrés Manuel López Obrador cumplió sus viejos anhelos. Nada se podía hacer con las estructuras heredadas, había que demolerlas. Las oposiciones leales se pasmaron y una ciudadanía indolente e indiferente permitió el desmantelamiento de lo que con mucho esfuerzo se había logrado. Se difuminó el discernimiento del bien y del mal con el consecuente deterioro del respeto a la ley.

Esa es nuestra realidad. Sí hubo el ensayo de una transición hacia la democracia. Pero como en otras ocasiones, la clase política no estuvo a la altura del desafío. La mediocridad y la mezquindad hicieron de las suyas. Una nueva teoría del Estado ha emergido en el siglo XXI.

Dos ideas que parecían incontestables se cuestionan de nuevo: derechos humanos y división de poderes. Hay tema.