*La autora propone un recorrido por el devenir del movimiento feminista de nuestro país. Desde sus orígenes a inicios del siglo XX hasta nuestros días, pasando por la lucha por el voto femenino, el reconocimiento político y la lucha contra la violencia doméstica, hasta el reclamo que reúne hoy a la casi totalidad de las feministas: la legalización del aborto.
| Por Dora Barrancos* |
Inicios del feminismo y las luchas por el sufragio femenino en la Argentina (1900-1947)
El surgimiento del feminismo forma parte del paisaje de época de la Argentina “moderna” –fines del siglo XIX inicios del XX–, en una sociedad en la que a lo largo de los tiempos las mujeres actuaron, trabajaron, y no sólo cuidando a la prole y sirviendo al marido, sino que opinaron e influenciaron en la vida política, aunque no se las reconociera y estuvieran lejos del derecho a la ciudadanía. Al finalizar el siglo XIX ya estaba en plena vigencia el Código Civil que sancionaba la inferioridad jurídica de las mujeres, a semejanza de la mayoría de los códigos en boga.
No puede sorprender que desde mediados de aquel siglo se extendieran las acciones femeninas para revocar esa insidiosa circunstancia. La adhesión temprana al feminismo de las mujeres socialistas y de las denominadas librepensadoras –en todo caso un grupo entre las que destacaban las “letradas”– significó la puesta en marcha de por lo menos cuatro demandas fundamentales: la remoción de la inferioridad civil, la obtención de mayor educación, el auxilio a las madres desvalidas y la cuestión del sufragio, reclamo que se había empinado especialmente en otras latitudes. Pero el sufragio encontrará interpretaciones diferenciadas entre nuestras primeras feministas. Hacia 1910, y por ocasión del Primer Congreso Femenino, es evidente que las voces más advertidas sobre los derechos cívicos harán sentir las diferencias. Dos notables feministas de la primera hora, María Abella Ramírez –una docente de origen uruguayo radicada en La Plata– y Julieta Lanteri –una inmigrante italiana que se había recibido de médica–, abogarán por el sufragio de las mujeres sin cortapisas. Alicia Moreau –que se tornaría una destacada luchadora por los derechos femeninos y una singular referente del Partido Socialista– era de las que pensaban, en los primeros años del siglo pasado, que el voto debía adquirirse por escalones.
Opinaba que primero había que ejercitarlo en la esfera local para acceder en alguna ocasión –y con mayor educación– a las elecciones de orden nacional. Pero después de terminada la Gran Guerra –momento de grandes transformaciones–, las feministas más conspicuas, incluyendo a Elvira Rawson de Dellepiane –médica que había adherido de modo temprano a la causa de las mujeres–, sostuvieron que el sufragio debía ser universal, en igualdad de condiciones con los varones. Debe reflexionarse que en buena medida la base argumental reposaba en la particular dignidad de las mujeres debido a su condición de madres, de modo que los primeros cauces feministas adoptaron la forma del maternalismo como una estrategia fundamental para la acción. La perspectiva del maternalismo fue común a la mayoría de los movimientos que reivindicaban la igualdad con los varones.
Los años 1920 fueron de ascenso en las luchas para la obtención del sufragio, con un mayor número de asociaciones de mujeres apoyando la medida. Deben evocarse los nuevos núcleos compuestos por mujeres de origen social más alto y de actitudes ciertamente más moderadas; una de sus líderes más proyectadas era Carmela Horne de Burmeister. Habían ingresado varios proyectos al Congreso y en 1932 la Cámara baja aprobó el voto femenino, pero nunca fue tratado en el Senado, donde estaban las representaciones más conservadoras. El interregno hasta mediados de la década de 1940 representó una cierta declinación de las demandas feministas en aras de una dominante preocupación por los avances autoritarios europeos y sus amenazantes repercusiones locales. El mayor empeño militante estuvo destinado a socorrer a las víctimas de la guerra civil española, a desplegar medidas solidarias con los refugiados y a proveer auxilio a quienes eran perseguidos por el nazifascismo. La inquietud por la situación local no era menor entre las socialistas, radicales, católicas liberales, y entre las anarquistas que, aunque habían estado lejos de las demandas de derechos formales, siguieron abogando por la completa autonomía femenina –incluyendo el derecho a recusar la maternidad forzosa–, en un mundo asediado por la pérdida de las libertades y asolado por gobiernos totalitarios. Como síntesis de esas luchas antiautoritarias basta mencionar la organización femenina denominada Junta para La Victoria, que tuvo adherentes a lo largo y ancho del país, y la acción desplegada por la revista Vida Femenina que dirigía Juana Berrondo, de inscripción socialista.
La llegada del peronismo pareció la profecía autocumplida para estas huestes femeninas. Con su advenimiento, y el decidido empeño de la propia Eva Perón, que estaba lejos del feminismo pero que movilizó a las mujeres sobre todo a través de los sindicatos frente al inminente tratamiento en el Congreso en el invierno de 1947, pudo sancionarse la ley del sufragio. La primera experiencia de voto femenino se realizó en 1951: la concurrencia fue masiva, y tal como había calculado Eva, las mujeres consagraron el triunfo del peronismo con la enorme mayoría de sus votos. Sin duda, Eva Perón se ofrece como una figura de visos excepcionales por muy diversas razones, en especial por su singular intuición relacionada con la justicia social, con la protección de los vulnerables y debe destacarse que en buena medida la acción de la fundación que llevaba su nombre se dirigió a atender a las mujeres y los niños. La Argentina pudo mostrar una circunstancia inédita, ya que las representantes femeninas alcanzaron en torno al 30 por ciento en ambas cámaras del Congreso. Pero en 1955, como es bien conocido, el general Perón fue depuesto por un golpe del Estado, y en los raros momentos posteriores de interregno democrático –y con el peronismo proscripto– casi no hubo mujeres en los escaños parlamentarios.
Movimiento de mujeres y feminismo entre 1976 y el presente
Entre 1976 y 1983 la Argentina vivió la más feroz dictadura de su historia, con miles de desaparecidos, perseguidos y exiliados. Fue un grupo de mujeres el que enfrentó con mayor contundencia este proceso, reclamando por la aparición de sus familiares. Es ampliamente conocida la trayectoria de las Madres de Plaza de Mayo, espacio del que surgió la asociación de las Abuelas en procura de los nietos apropiados por los represores. La recuperación democrática significó, entre otras cosas, el retorno del movimiento feminista con un cambio notable de posiciones epistémicas y sobre todo de agenda, gracias a la crítica aportada por la Segunda Ola –movimiento que había profundizado las transformaciones reclamadas por el feminismo, especialmente en Estados Unidos y Europa, en los años 1960–.
La diferencia jerarquizada de los sexos fue vista por el renaciente feminismo argentino de la posdictadura no sólo como una rémora patriarcal, sino como una expresión de las formas autoritarias que debían ser removidas por el Estado de derecho.
Hubo dos tópicos centrales en la nueva agenda feminista, a saber, la violencia doméstica y el reconocimiento político. Si las organizaciones de mujeres pusieron sobre el tapete la cuestión de la violencia sufrida en el seno del hogar, fueron diferentes militantes de partidos políticos las que propusieron alterar las reglas de juego de sus fuerzas solicitando el reconocimiento pleno, el derecho a obtener cargos partidarios y lugares en la representación parlamentaria. Se habían presentado diversos proyectos en materia de “cupo” femenino en ambas cámaras, y en 1991, cuando menudeaban las incertezas, se sancionó la ley que modificó la composición de las listas partidarias determinando un piso mínimo de 30 por ciento para las mujeres, ubicadas en lugares expectables, con posibilidades de resultar electas. La Argentina se convirtió en el primer país en sancionar la cuota de participación femenina y más tarde fue seguida por un grupo de países de América latina. Han transcurrido más de dos décadas de la experiencia, y sorteando las acusaciones de la manipulación patriarcal, la imputación de que hay arreglos de conveniencia por parte de los varones regentes en los partidos políticos –como si no ocurriera lo mismo tratándose de los propios varones–, lo cierto es que el balance de la actuación en el Congreso debe celebrarse. Sin duda, el número de las feministas en los cargos electivos no ha sido generoso. Sin embargo, una excepción fue la composición de la primera Legislatura de la Ciudad de Buenos Aires (1997-2000), en donde sobre un total de una veintena de diputadas, un tercio de estas se identificaba con el feminismo. Esto posibilitó que dicha Legislatura sancionara una de las leyes más progresistas en materia de derechos sexuales y reproductivos. Más allá de la mengua de legisladoras feministas, la mayor representación de mujeres ha permitido sancionar un vasto número de leyes que ampliaron la ciudadanía, comenzando por la reforma constitucional de 1994 que incluyó en su plexo la Convención contra todas las formas de Discriminación de las Mujeres –CEDAW–, circunstancia singular en América latina. Ninguna otra reforma constitucional en la región ha incluido el texto completo de esa convención, aunque tanto la de Venezuela como la de Ecuador y Bolivia se refieren expresamente a la equidad de género.
Las diversas formas en las que ha transcurrido la acendrada politización de las mujeres en la Argentina y los derechos políticos, acentuados con la ley de cupo, han permitido que un expresivo número pudiera “construir carreras”, alargar la temporalidad de empeños partidarios, ser admitidas como cuadros permanentes y no eventuales. No puede sorprender que una mujer haya llegado a la primera magistratura y que haya sido reelecta, como no puede sorprender que algunos liderazgos de la vida política más reciente hayan recaído en figuras femeninas. Aunque el goce de la ciudadanía sea muy imperfecto para la inmensa mayoría de las mujeres –ya que la discriminación apenas ha atenuado sus peores facetas–, la arena política se ha tornado sin duda más porosa.
Han actuado a lo largo de estas décadas diversas formas de feminismo aunque podríamos concluir que hay un trazo común que todavía caracteriza a una enorme proporción de nuestros colectivos a favor de los derechos de las mujeres. Mi convicción es que persiste la vertiente “relacional” sobre la “individual” –según la clásica expresión de Karen Offen–. Se entiende por “feminismo relacional” aquel que, además de procurar prerrogativas iguales para las mujeres, también alarga preocupaciones y solidaridades con otros sectores subalternos de la sociedad, mientras que el de corte “individual” focaliza exclusivamente la acción sobre las propias mujeres. Aunque no deriva de modo directo del atributo “relacional”, el “feminismo de la diferencia” –que hace eje en las singularidades culturales de los colectivos femeninos– constituye la matriz hegemónica que abunda en las manifestaciones del ancho arco feminista argentino. A pesar de que no conozco trabajos que hayan explorado en profundidad esa circunstancia en nuestro medio, conjeturo que el “feminismo identitario”, de corte individual y en mayor medida plegado al viejo cóncavo liberal, no es el que concita más adhesiones. Por cierto, la afinidad con estos últimos presupuestos coloca a la acción feminista en una perspectiva menos comprensiva de los atributos de clase y de etnia que caracterizan a fracciones sustantivas de la población femenina. De modo que la persistencia de la forma relacional ha permitido comprender más a las mujeres que sufren opresión de género, especialmente agravada por la clase y la etnia, y ha provocado alianzas sinergiales en la lucha por la conquista de derechos.
Es bien conocido el enfrentamiento doloroso que se puso en evidencia en el feminismo latinoamericano desde fines de los años 1980, cuando se dividieron las aguas entre “institucionales” y “autónomas”. Pero esa contienda no fue experimentada en la Argentina, al menos bajo las formas abruptas –a menudo muy enconadas– que tuvieron lugar en otros países de la región, tal vez porque la Argentina no fue una receptora de recursos internacionales relevantes provenientes de las agencias que secundaron la obtención de derechos femeninos. Los recursos más abundantes y la mayor visibilidad y reconocimiento por parte de organismos internacionales de algunas figuras líderes –que fueron atacadas con cierta alevosía por lo que se denunció como “cooptación”–, no presentó en la Argentina el significado que tuvo en otros países. Menor dotación de recursos y menor exposición al desarraigo de las principales figuras de nuestro feminismo durante la década 1990 –y con esto me refiero a que fueron limitadas las migraciones a organismos internacionales, aunque hubo regular cooperación por parte de varias activistas–, fueron tal vez las principales razones para la morigeración del debate.
Desde luego ha habido grupos que han reivindicado la entera independencia con cualquier forma de vinculación con esferas consideradas limitantes –sobre todo el poder político y los organismos internacionales–, pero no parece que sean estos los ángulos que decidieran la partición de vínculos entre nuestras adherentes. Más allá de las diferencias en el terreno político partidario, las feministas han apoyado dos leyes fundamentales: el matrimonio igualitario que permite el casamiento de personas del mismo sexo (2010) y la ley de identidad de género (2011) que posibilita tener la identidad civil de acuerdo con la identidad sexual/género subjetiva. No hay dudas de que en la germinación de los movimientos reivindicativos de la disidencia sexual hay viejos fermentos del feminismo. De todos modos, creo que este se ha derramado en múltiples formas en expresiones más populares y la novedad consiste en que hay menos feminismo de “capilla” y más expresiones de colectivos que actúan a favor de los derechos de las mujeres. No obstante, hay numerosos círculos de mujeres que sí se definen como feministas en todas las regiones del país. Con certeza, todas esas organizaciones mantienen en pie la lucha contra la violencia y contra la trata –fenómeno especialmente recrudecido en las últimas décadas–, aunque no sea uniforme la sensibilidad respecto de las mujeres en situación de prostitución. Hay un debate entre quienes piensan que es asimilable a un trabajo, y las que sostienen –creo que la enorme mayoría– que es una condición penosa no “elegida”, un recurso extremo frente a la necesidad.
Pero hay una cuestión principal en la agenda de las mujeres movilizadas por derechos: se trata de la legalización del aborto, la accesibilidad gratuita y segura a los servicios de salud para abortar, la prerrogativa de decidir sobre nuestros cuerpos. Se trata de una demanda que unifica a todo el espectro del feminismo, una asignatura pendiente en el arco de los innegables avances habidos en estos treinta años de democracia.
Un sucinto balance final permite reconocer el hondo surco trazado por el movimiento feminista en nuestro suelo, y aunque ni aquí ni en ningún lugar del planeta se trata de un fenómeno multitudinario, sus efectos se miden por las transformaciones que produce en la subjetividad de las congéneres. Lo que importa, en todo caso, es menos la adhesión expresa al feminismo que la actitud de trastocar los viejos valores patriarcales. Lo que importa es el reconocimiento de sí, la adquisición de nuevas sensibilidades y sentimientos sobre la propia existencia, el salto formidable de dejar el sometimiento y conquistar, con la autonomía, planos de mayor dignidad.
* Dora Barrancos,Socióloga y doctora en Historia. Profesora consulta de la UBA. Investigadora principal del CONICET y directora de este organismo en representación de las Ciencias Sociales y Humanas.
Publicado en vocesenelfenix.economicas.uba.a