Los desencuentros y la revocación de mandato

/ Sergio García Ramírez /

Cosechamos desencuentros. Son producto de la siembra y el cultivo provistos por la mano que mece la cuna de la República. Abundan los frutos que auguramos cuando cayeron las primeras semillas en tierra propicia. A partir de ahí se pobló nuestro campo de ocurrencias. Cada día ha traído nuevos desencuentros, oriundos de un estilo personal de gobernar, que diría Daniel Cosío Villegas.

Ese estilo provoca tensiones y colisiones entre las acciones caprichosas —que se multiplican como los hongos— y el imperio de la ley fundamental. Proliferan los desencuentros; de un lado, las ocurrencias del gobierno indómito; del otro, la Constitución. Cada día se libra (y se gana o se pierde) la batalla por el Estado de Derecho. Lo saben quienes lo vulneran y no deben olvidarlo quienes libran la batalla desde una trinchera asediada.

En este campo se halla la ratificación del mandato presidencial, que surgió a la sombra de una figura de signo contrario: revocación del mandato. Apareció en la Constitución bajo una lógica natural en una sociedad democrática: cuando el pueblo desaprueba la gestión del gobernante debe disponer de los medios legales para separar a quien ha defraudado la confianza de los ciudadanos. Por lo tanto, la iniciativa de revocación proviene de los inconformes y se dirige a expulsar a quien es indigno de ejercer la función que ostenta.

Pero nuestro gobernante subvirtió el sentido de la revocación y la transformó —con la condescendencia diligente de otros poderosos— en un procedimiento de signo contrario: ratificación del mandato. El medio provisto para separar a un individuo del cargo que detenta se ha convertido en un mecanismo para atrapar muchedumbres, halagar la soberbia del gobernante y convocar a una reelección que no confiesa su naturaleza ni asume su verdadero nombre.

El titular del Poder Ejecutivo —empeñado en serlo de todos los poderes— resolvió ser reelecto por aclamación cuando aún no concluye el tiempo de su ejercicio natural. Para eso se ha valido de todos los medios a su alcance, entre ellos las decisiones que convirtieron la revocación en ratificación. También, un extraño decreto —cuestionable por su naturaleza jurídica y su pretensión normativa— que interpretó a modo la ley. La propaganda se ha multiplicado, con incierto financiamiento. Los métodos clientelares operan en plenitud. Así, el Ejecutivo llevará a las urnas a quienes lo veneran y no alcanzan a ponderar las características de este gobierno y las consecuencias de esta reelección.

Hay más: el caudillo se valdrá de la ratificación para golpear a las instituciones que garantizan la democracia política. Por esta vía y a través de escándalos y desencuentros, prepara la demolición del Instituto Nacional Electoral, que no se dobla, y el establecimiento de una agencia dócil al poder omnímodo. Sería un oscuro subproducto de la ratificación.

En la charla cotidiana surge la pregunta: ¿votarás el día de la ratificación (sedicente revocación) de mandato? El gobierno ha movilizado las voluntades —por medios abrumadores— para colmar las urnas con votos que ratifiquen el poder imperial. Pero también hay ciudadanos (aunque todavía no suficientes, me parece) que miran con claridad el sentido de este flagrante timo pseudo democrático y se niegan a legitimar con su voto el engaño colosal. Éstos no irán a las urnas revocatorias en 2022, pero deberán prepararse para concurrir a las urnas electorales en 2024. Reservemos para entonces el sufragio democrático.

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