Prosa aprisa.
Arturo Reyes Isidoro.
El lunes pasado no solo escuché y vi con atención la transmisión del mensaje del gobernador Cuitláhuac García Jiménez para alertar del aumento de casos de Covid y anunciar que tomaría medidas para reducir la movilidad en ciudades con mayor incremento. Advertí que su mala dicción, su manera de decir las cosas, parece que no tiene remedio.
Da la impresión de que en su cabecita se le agolpan las ideas, que quiere decir mucho al mismo tiempo, pero se le atropellan las palabras y entonces expresa lo primero que le sale, sin pensarlo, menos razonarlo; cambia de pronto los tiempos verbales; no tiene concordancia cuando está hablando en plural y de pronto cambia al singular; titubea; como que, de pronto, se le acaba el hilo de lo quiere decir. En fin.
Tiene también proclividad al reflector de las redes sociales. No pierde la oportunidad de quedarse callado y cada vez que puede se para ante el atril, abre el micrófono, se hace filmar y grabar y se suelta, aunque los temas no sean propios de su cargo, menos de su investidura. Sus atropellos verbales son causa de críticas, de memes y ya se están volviendo famosos a nivel nacional. Por ese solo hecho, aunque haga bien muchas cosas, descalifican su gobierno. Como dijera Juan Gabriel, pero qué necesidad.
Por ejemplo, está convertido en el vocero de la Fiscalía General del Estado. Ante casos sonados o relevantes él sale a hacer declaraciones o anuncios, cuando eso no le toca, porque incluso se supone que la Fiscalía es un órgano autónomo.
¿Alguien de casualidad lleva el registro de cuántas veces le ha dado oportunidad a los secretarios de despacho para que sean ellos los que hablen sobre los asuntos de sus áreas? Cuitláhuac no se ha sustraído al mal de casi todos los hombres de poder, los gobernadores, sobre todo, de concentrar y acaparar el verbo oficial y de que solo sean sus chicharrones mediáticos los que truenen.
Pero hasta en eso el gobernante debe estar atento para saber qué hace y le sale bien y qué no, para evitarlo.
En el siglo pasado tuvimos tal vez el gobernador más callado de la historia de Veracruz, Patricio Chirinos Calero. En su campaña electoral nunca improvisó, siempre leyó un texto breve (que le preparaba Enrique Ampudia Mello bajo la supervisión de Miguel Ángel Yunes Linares), y tampoco fue dado a hacer muchas declaraciones. Hablaba lo indispensable. Era parco. Nunca se dijo oficialmente nada, pero quienes lo conocían de mucho tiempo o eran sus amigos hablaban de que tenía una enfermedad que le dificultaba soltar el verbo.
Creo que lo importante era que estaba consciente de su problema y no intentaba forzar nada para parecer un rollero cómo tantos políticos que conocemos y hemos conocido, que hablan mucho, aunque no digan nada. Gozó del respeto de todos y transitó por el poder sin ninguna crítica por la forma en que hablaba o porque era poco comunicativo.
Caso contrario fue Fidel Herrera Beltrán, me atrevo a afirmar que el más parlanchín y rollero de cuántos ha habido. Disculpen lectores la expresión, pero, como comúnmente se dice, parecía que tenía diarrea verbal. Una vez que agarraba el micrófono no lo soltaba. Hablaba y hablaba y hablaba y saltaba de un tema a otro, pero tenía una característica especial: sabía lo que decía.
Imitaba al dictador Leónidas Trujillo (a quien retrata muy bien Mario Vargas Llosa en La fiesta del chivo, un clásico de la literatura de tema político), pues se levantaba muy de madrugada, mientras se bañaba escuchaba noticieros de radio o veía informativos en la televisión, cuando terminaba checaba las síntesis de periódicos, leía artículos de los más importantes analistas, repasaba todo los temas, de tal forma que cuando sus colaboradores apenas estaban despertando él ya traía el pulso informativo del día pero además sabía qué iba a decir sobre cualquier tema.
Tenía además experiencia política, leía libros sobre pensadores políticos y tenía una gran agilidad mental que le permitía improvisar en forma admirable. Tenía con qué.
El gobernador Miguel Alemán Velasco no tengo duda que fue quien más espacios les dio a sus colaboradores, tanto que en la Casa Veracruz se construyó un pequeño auditorio, muy confortable, para ofrecer ahí conferencias de prensa en las que él intervenía brevemente al inicio, pero en las que a medida que surgían preguntas eran los secretarios los que respondían. Se volvió costumbre que al menos una vez a la semana cada secretario saliera a ofrecer conferencia sobre su área. El licenciado Alemán mientras tanto se dedicaba a gobernar.
El gobernador Agustín Acosta Lagunes era un hombre muy culto, inteligente, economista de fuste, políglota, educado en prestigiosas universidades del extranjero, que leía lo mismo Notiver que The New York Times o The Wall Street Journal que le enviaban todos los días por vía aérea de la Ciudad de México. Era tan brillante que jugaba, hasta el sarcasmo, con las palabras y con sus interlocutores.
Don Fernando Gutiérrez Barrios era poco dado a hablar. Le gustaba más escuchar. Observaba con atención a su interlocutor hasta imponerse con la mirada, y cuando decía algo lo hacía con mucha claridad y precisión, usaba solo las palabras necesarias, pero en forma puntual. No solo sabía muy bien lo que decía, sino que sus palabras llevaban implícito un mensaje. También leía discursos y mensajes.
Dante Delgado fue otro gobernador muy parlanchín, un poco menos que Fidel, pero, igual, de discursos kilométricos, y con suficiente cuerda, como que recorrió todos los municipios del Estado por tierra (lo acompañé siempre) y en un día visitaba hasta 12, sin importar distancia, y en todos hablaba y hablaba tanto que se le iba el tiempo y a veces la cena con empresarios programada para las 9 de la noche empezaba a las 12 de la media noche en la ciudad donde tocara pernoctar. Pero tenía fluidez mental. Sabía lo que decía. Igual, era culto, estaba muy informado. Tenía un gran conocimiento de Veracruz. Era un verdadero veracruzanólogo, como Fidel.
Ayer, en una carta abierta muy comedida y respetuosa, me atrevo a calificarla de propositiva, el doctor Francisco Berlín Valenzuela, que no necesita más presentación, le pide al gobernador hacer un “acto de reflexión profunda, con una crítica seria y sincera” y evaluar lo hecho hasta ahora en el ejercicio de su cargo. Habla de falta de preparación de sus colaboradores, de carencia de creatividad, y recuerda la frase colocada en el frontispicio de la Universidad de Salamanca: “Lo que natura no da, Salamanca no presta”, o sea, el que nace pa’ maceta no pasa del corredor.
Le expone: “Lo anterior se lo comento porque en muchas partes de nuestro Estado y fuera de sus límites, me apena escuchar tantas críticas y censuras sobre su persona, bromas de mal gusto aludiendo a la forma en que está ejerciendo el poder en Veracruz, desaprovechando la valiosa oportunidad que la vida le ha otorgado, para aprovechar el cargo a fin de contribuir a mejorar las condiciones existenciales de la población que generosamente lo llevó al poder mediante su voto”.
Sus conceptos son razonables. Estoy seguro que los dice con el mejor propósito como veracruzano. A mí también me apena por él cuando salgo del Estado y me hacen bromas por “tu gobernador”, por lo que dice y cómo lo dice. Pero por experiencia sé –como estoy seguro que el doctor Berlín también porque pasó por el gobierno– que el gobernante, el hombre de poder político siempre se cree infalible y no escucha a nadie ni atiende sugerencias.
Si ya están más que comprobados los dislates verbales del gobernador, ¿por qué no evitarlos, por qué no limitarse a leer un texto breve, claro, preciso, solo con lo que él quiere transmitir, y dejar que sus colaboradores respondan a la prensa para no correr riesgos de que al improvisar diga algo fuera de lugar?