/ Roberta Garza /
López Obrador, al soñarse la reencarnación de Juárez, califica a sus enemigos de conservadores al ser éstos los opositores de aquél, pero solo por ese hecho y no porque le importe un pito lo que implica la postura; si alguien ostenta en los hechos conductas verdaderamente conservadoras, fundamentalistas y patriarcales es el presidente mexicano.
Sobre la Conferencia de Acción Política Conservadora llevada a cabo en México el 18 y 19 de noviembre, una verdadera cumbre de fachos del mundo, solo tuvo palabras menores, minimizando el encuentro auspiciado por su amigo Trump a pesar de ser fustigado desde ese púlpito por esa vergüenza llamada Ted Cruz, y por Eduardo Verástegui, aludido por Jair Bolsonaro como “el futuro presidente de México”.
Verástegui, el anfitrión del nunca mejor llamado aquelarre y eterno entenado de los Legionarios de Cristo para resucitar el sinarquismo mexicano, que en sus ratos libres coquetea con los loquitos de QAnon, insistió en comenzar las jornadas con una misa.
La versión madre de la Conferencia, la CPAC de los gringos, fue fundada a mediados de los años 70 como una respuesta contra la marea de ideas de izquierda surgidas en la década anterior y contra sus acompañantes como el feminismo o el activismo LGBT, aunque en realidad buscaba fungir como un dique contra cualquier cosa que debilitara el modelo blanco, masculino, exclusivamente cristiano y autoritario tan propio de nuestro Occidente contemporáneo; Ronald Reagan fue el orador estrella de la convención inaugural.
Pero Reagan, con todos sus asegunes, respetaba cabalmente la santidad del voto, a diferencia de los apologistas del fascismo que hoy vemos cristalizados alrededor del ascenso de Donald Trump, que están políticamente organizados y que van por todo.
El delincuente sentenciado Steve Bannon; Abascal, el gachupín de Vox; el chileno José Antonio Kast, quien hizo campaña diciendo que “si Pinochet estuviera vivo, votaría por mí” y los Bolsonaro padre e hijo se aglutinaron en México alrededor de un discurso que tiene mucho tiempo de ser antiabortista, misógino, homofóbico e intolerante, pero que hoy viene acompañado de un mesianismo militante que no es precisamente democrático.
Verástegui ha acusado a la derecha tradicional, la que respeta la voluntad popular expresada en las urnas y a los procesos electorales que la validan —digamos, la que en México está representada por una mayoría panista que temprano se desvinculó del encuentro—, de ser “una derechita cobarde”.
Y cómo no, si la lista de oradores fue un verdadero quién es quién de los teóricos de la conspiración, fanáticos religiosos y negacionistas electorales que pidieron unirse y cerrar filas contra la apertura internacional, el libre pensamiento y cualquier idea medianamente moderna. Para nuestra fortuna el encuentro fue una cámara de ecos con poca o nula repercusión popular en suelo mexicano.
No es para alegrarse: la falta de entusiasmo nacional hacia estos falangistas es porque la amenaza más urgente contra nuestra libertad y democracia ya llegó al poder y parece bastante cerca de lograr su cometido.