De memoria
Carlos Ferreyra Carrasco
Creo que mi primer recuerdo fuerte se remonta al día, la noche más bien, en que don Salva Arreigue le descerrajó una retrocarga a un fulano que entró a robar a la casa de mis padres.
El tipejo, un pobre raterillo proveniente de la Ciudad de México, primero intentó abrir la puerta de mi hermana. A sus gritos, mi padre se fajó su adorada “esmitigüeson” 38 especial en tanto el abogado vecino hacía los propio y don Salvador se preparaba en la casa aledaña a darle la recepción al pobre sujeto.
La casa era de dos niveles, dos casas iguales una sobre la otra y encima, un pirindongo con una habitación enorme, una cocina de lo tradicional, hornillas para cocinar con leña o carbón vegetal.
Techo de dos aguas, con tejas, así que con el ruidero que armó en su pretendida huida no fue difícil ubicarlo. Así lo esperó el vecino que apenas lo vio asomar la cabeza, le soltó la carga de su escopeta.
El hombre voló diez, quince metros; cayó todo despatarrado en el patio entre las adoradas flores y pájaros de mi madre.
Comentarios al desgaire entre los dos adultos con exclamaciones de ¡caray con don Salva, qué bárbaro! Y es que ni veían la muerte del raterillo como una tragedia sino como una exageración de su matador.
En esas estábamos cuando en la puerta apareció el hombre con su escopeta. Miró los despojos, y se sintió satisfecho: con un disparo lo arregló.
Con la mirada fija en el cadáver, don Salvador sin dejar la conversación con el abogado y con mi padre me tomó de la cabeza, agitó los pelos erizados del susto y paternalmente, como un cariñoso abuelo, que así nos veía, pronunció las palabras mágicas:
Mira, algún día te tocará, así que cuando tengas que hacerlo, no le veas la cara al muerto, porque entonces es persona, mira el bultito así no te impresionará.
Sabio consejo, cuando topamos con un atropellado, si lo miramos al rostro nos provoca angustia, vienen a la mente muchas preguntas, si alguien lo espera en su casa, si está muy joven, si tenía hijos, si venía de trabajar, si… al infinito.
Sabio consejo que nos permitió a mi hermano, a mi, a los amigos del barrio, observar con ojo más que curioso, sádico, las diarias matazones que se registraban en el barrio vecino, Carrillo, y que muchas terminaban en la Plazuela de la Soterraña, donde vivíamos.
En la Plazuela de Carrillo, a escasos cien metros, llegaban los camiones de pasajeros de los pueblos alrededor de Morelia: con carrocería de madera, bancas corridas del mismo material, una parrilla gigantesca en el techo donde viajaban las gallinas, los pollos y gallos, amarrados de las patas, como racimo de cebollas.
Los vehículos tapizados de lodo y polvo charandoso, ese color de tierra entre amarillo y café rojizo característico de las aguas Del Valle de Guayangareo.
Viajaban los naturales de los alrededores, participaban en la vendimia con sus productos del campo y con las ganancias en la bolsa, el siguiente paso, inconmutable, era visitar las cantinas donde bebían charanda en cantidades industriales.
No había más que dos caminos, terminar tirado en el suelo, cobijado con el sarape y abrazando su machete o su cuchillo cebollero, o protagonizar una cruenta lucha entre dos beodos armados generalmente con machete y con el sarape enredado en el antebrazo libre. En la otra mano, el arma.
La furia con que tiraban los mandobles era para espantar a cualquiera, menos a nosotros que mirábamos como cosa regular estos choques en los que la policía esperaba el fin del combate para recoger los restos del triunfador.
De allí directos a la cárcel porque no había Cruz Roja ni servicios de emergencia. Cierta ocasión que me vi todo sangrante a consecuencia de la explosión de una bala de rifle arcaico propiedad de anciano revolucionario, intervino la “julia” ese mugroso camión tipo panel donde transportaban a los borrachos y los criminales.
Fui a dar al Hospital General a donde acudieron los médicos familiares para opinar, nada más. Y para garantizar que se me diera la atención necesaria.
Así fue mi infancia que vista bajo otra perspectiva se calificaría como aventurera. No, entre los muertos matados, que así los calificaba la abuela, y los muertos moridos, término aplicado a quienes fallecían en santa paz, en su camita por alguna enfermedad, me habitué a entender el ciclo de los animales humanos o no humanos, se nace, se vive y se muere.
Y ya. No hay más…