Ana Laura Magaloni Kerpel.
Estoy convencida que uno de los litigios constitucionales más relevantes de la historia reciente de México es el de la constitucionalidad del Decreto Nahle (Acuerdo por el que se emite la Política de Confiabilidad, Seguridad, Continuidad y Calidad en el Sistema Eléctrico Nacional). Sin duda, este decreto es uno de los actos jurídicos de la administración de López Obrador más cuestionado ante tribunales: empresas afectadas, organizaciones civiles, ciudadanos interesados, gobiernos estatales y quién sabe cuántos más se sumen al rechazo de la nueva política energética de esta administración.
Para las empresas de energías renovables significa un golpe inconmensurable a la certidumbre de sus inversiones. De acuerdo con la Asociación Mexicana de Energía Eólica, el Decreto Nahle afecta 44 proyectos distribuidos en 18 entidades federativas: detiene 28 proyectos que están listos para empezar a abastecer electricidad a la red y hace inviables las inversiones ya realizadas en 16 proyectos en construcción. En total se pone en riesgo una inversión directa que supera los 6,400 millones de dólares y destruye casi 30 mil empleos. (Informe AMDEE, https://bit.ly/3cJqOy5).
El Decreto Nahle también es un retroceso en cuanto a reducción en los precios de energía y el avance en las metas de generación de energías limpias en México. Según datos de los informes del Programa de Desarrollo del Sistema Eléctrico, entre 2013 y 2017 creció 18% la capacidad instalada del sistema eléctrico. Las energías limpias corresponden al 60% de ese aumento. El principal mecanismo para alcanzar este aumento fueron tres subastas a largo plazo para la compra de potencia eléctrica, energía eléctrica acumulable y Certificados de Energías Limpias (CELs). En ellas se fijó una demanda de energía a la que proveedores privados y la CFE pudieron pujar precios a la baja. Gracias a la caída en los precios de la tecnología para energía limpia, las empresas solares y eólicas ganaron terreno y se alcanzó un mínimo histórico en 2017 de 20.84 dólares por megawatt-hora. En comparación, a la CFE le cuesta en promedio 45 dólares cada megawatt-hora. En concreto, las subastas dieron como resultado energía más limpia y más barata.
Para todos nosotros, pero sobre todo para las generaciones jóvenes, significa la renuncia del gobierno de México a cumplir con las metas globales de transición energética. Según un estudio del Centro Mario Molina de 2015, sí era técnicamente posible cumplir con la meta de 35% de la electricidad de fuentes limpias para 2024 que se estableció en la Ley para la Transición Energética (LTE). Cabe destacar que México se comprometió en el Acuerdo de París de 2015 a reducir a menos de 139 millones de toneladas de CO2e para 2030. El pronóstico sin acciones de mitigación es de 202 millones. Según las proyecciones del Prodesen, 2018-2032, la incorporación de energías limpias al ritmo mostrado por las subastas nos permitiría mitigar hasta 54 millones de toneladas de CO2e, 86% de la meta. Íbamos por el camino correcto.
Por donde se mire, los costos económicos y sociales de la nueva política energética son altísimos. Hoy más que nunca, México requiere que la inversión privada se quede en el país y que la población, sobre todo la más vulnerable frente al Covid-19, viva en entornos lo más saludables posibles.
Sin embargo, los litigios en contra del Decreto Nahle rebasan por mucho las fronteras de las energías limpias. Creo que lo que está en juego tiene que ver con uno de los elementos fundacionales de nuestra democracia: la certeza de que el Ejecutivo federal, a pesar de sus mayorías legislativas, está constreñido por los límites constitucionales al ejercicio del poder. Cuando todas las piezas del rompecabezas se están moviendo al mismo tiempo, el cumplimiento de las normas constitucionales por parte de los detentadores de poder es la piedra angular para construir cualquier camino posible que nos lleve a salir de la honda crisis económica que se está fraguando.