/Claudia Rafael /
Guernica ardía como una “gigantesca bola de fuego” y el cielo se pintaba de “rojo, rojo, rojo” en el recuerdo de Paco García San Román que apenas rozaba los 7 años. La memoria de la masacre se cinceló con las miradas de las niñas y niños que sobrevivieron 85 años atrás. Tenían 3, 5, 10, 12 años. Como Paco, que aquel 26 de abril por la tarde jugaba en el patio de la escuela con “amiguitos” cuando alrededor de las 15.30 “pasó el primer avión de reconocimiento. Volaba muy bajo, hoy diría que a unos 200 metros de altura, y no arrojó bombas. Pero luego empezaron a sonar las campanas y mi mamá vino con mis tres hermanos y nos llevó al refugio de la fábrica de armamentos Astra, que era muy grande y estaba bien instalado”. Como Luis Iriondo, que tenía 14, era dependiente en un banco y estaba en la plaza del ayuntamiento, donde había mercado y feriantes y se tuvo que esconder en un refugio sin terminar en el que se moría de terror. Como Andone Bidagueren, que tenía 9 años, y se escondió en las orillas del río con tres de sus cinco hermanos. “Del miedo no sentíamos frío”, seguía repitiendo ella como un mantra años después.
Son las infancias arrasadas por las bombas de un mundo que las tuvo con sistematicidad como el excedente prescindible. En blanco y negro Picasso vio esa niñez en los brazos de una madre que clama al cielo una pincelada de piedad en medio de adulteces estragadas. El hombre casi desmembrado en la base como un Cristo de carne y hueso que grita sin que el mundo lo escuche mientras una mujer, en la margen derecha se va hundiendo en las llamas de aquella gigantesca bola de fuego que quedó clavada en la memoria de Paco.
Los 85 años de Guernica desnudan la crueldad. Los 139 aviones –la mayor parte de la Alemania de Hitler y el resto de la Italia fascista- lanzaron toneladas de bombas sobre aquel poblado vasco en medio de la avanzada franquista. “Las mismas piedras de la calle lloraban en silencio”, escribió Joshua Perle, testigo del instante en que 200 niñas y niños acompañados por su maestro Janusz Korczak eran deportados al campo de concentración nazi Treblinkla. Las palabras valen también para Guernica. Valen para todas las opresiones. Para todas las guerras. Cuando las niñeces ven tatuada en sus frentes y en sus emociones la crudeza de las opresiones que se desatan como látigos.
Esas niñas y niños son aquellos de los que hablaba don Gregorio en La lengua de las mariposas. Cuando decía que si conseguimos que una generación, una sola generación, crezca libre en España […] ya nadie les podrá arrancar nunca la libertad. Esas infancias truncadas en la belleza del despliegue de una revolución no acabada son las que jugaban en el patio de la escuela, que se refugiaban en la ribera del río, que se escondían en los sótanos para huir de las bombas que irrumpían y arrasaban.
85 años atrás esas niñeces eran interrumpidas por la oscuridad y la brutalidad de ese entramado tejido por Hitler, Mussolini y Franco para exterminar la República. Con el pulso firme de quienes están habituados a reorganizar los tableros de modo tal de deshacerse de las humanidades sobrantes a las que les esculpen con sangre el adjetivo de dolientes, de olvidadas. A las que arrojan a las tinieblas.
Una y otra vez ciertas infancias son estalladas –simbólicamente o en carne y hueso- en baldíos perpetuos.
Por la desidia adulta. Por la confabulación adulta. Por la crueldad y la brutalidad adulta. Por una perversidad y una ambición sin fronteras.
Alguna vez Alberto Morlachetti escribió que si el futuro tiene textura de niños cada muerte lo disminuye.
Hace 85 años, como hace 77 durante el nazismo, como hoy en cada rincón del planeta en el que la impiedad y la inequidad se despliegan con sus garras, las muertes niñas volvieron a talar el futuro.
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