/ Enrique Krauze /
En una escena de El padrino, Michael Corleone camina con su novia siciliana por la árida campiña de su pueblo. Lo siguen los guardaespaldas -uno de los cuales lo traicionará- y un séquito popular. Todo terminará en tragedia. Una inesperada presencia vegetal atestigua la escena. Mafia y naturaleza hermanadas.
En aquel paisaje como el mexicano, volcánico, telúrico y “no exento de cierta aristocrática esterilidad” (Reyes), creciendo alegremente entre las ruinas de templos milenarios -griegos, helénicos, romanos-, florecen en Sicilia los nopales mexicanos. No sé si sus habitantes han descubierto todas sus virtudes culinarias y medicinales, pero reconocen que las omnipresentes tunas no son frutos nativos sino una remota invención que, como el chocolate -que en la ciudad barroca de Módica se prepara con la receta original del siglo XVI-, provino de América, más precisamente de México.
Los siglos de dominación española dejaron en ambos territorios huellas culturales de evidente similitud. Humboldt escribió que la capital de Nueva España era la “Ciudad de los Palacios”. Pudo decirlo de Palermo, cuyas iglesias barrocas recuerdan tanto a las mexicanas. Hay en ella altares a la Virgen de Guadalupe y nuestro Palacio de Iturbide se inspiró en el Palacio Real de Palermo. Deambular por las calles de esas ciudades -caóticas, descuidadas, ruidosas-, levantar la vista y descubrir de pronto un balcón, un portón, una gran escalinata o el patio secreto de un antiguo palacio virreinal, son experiencias naturales de un flâneur mexicano y siciliano.
“México nunca se consolará de no haber sido una monarquía”, me dijo alguna vez Octavio Paz, en tono bajo y resignado. Tampoco Sicilia se resignó, quizá porque el Estado español y sus ramificaciones -los virreinatos de Sicilia y Nueva España- fue una creación mucho más compleja que la caricatura que se hace de él como un todo orgánico, rígido y absoluto. Altamente burocratizado e improductivo, estaba dotado sin embargo de instituciones intermedias, acuerdos sociales y contrapesos jurídicos que explican su legitimidad y supervivencia. No obstante, es cierto que en tiempos de los Habsburgo y los Borbones, cundieron el patrimonialismo, la venta de cargos públicos, el nepotismo, costumbres que entonces se veían como naturales pero que tanto en México como en Sicilia lastrarían el tránsito a un moderno Estado de derecho.
“Que todo cambie para que todo siga igual”, decía Tancredi, el impetuoso sobrino de don Fabrizio, Príncipe de Salina, protagonista de la maravillosa novela El gatopardo. Se refería al nuevo orden que supuestamente advendría con la unidad italiana tras la victoria de Garibaldi. Para su desgracia y la de los sicilianos, ese nuevo Estado con sede en el norte de Italia relegó a Sicilia. En vez de la equidad constitucional y los frutos del progreso, los sicilianos padecieron desde un inicio exacciones fiscales, conscripción forzada y malos gobiernos que acrecentaron su insularidad y su rencor hacia un Estado que, lejos de abrazarlos, los abandonaba. El resultado no se hizo esperar: estallaron revueltas, cundió el bandidaje y apareció la mafia.
No fue el caso de México. Aunque nuestra nación se proclamó como tal medio siglo antes que la italiana, el Estado comenzó a fortalecerse progresivamente en tiempos de los liberales, de Juárez a Díaz. Esta consolidación se interrumpió en la Revolución pero, transformada en sus cimientos sociales, siguió su curso a partir de 1929, con el presidencialismo hegemónico del PNR y sus avatares posteriores. A pesar de ciertos aspectos democráticos (la no reelección presidencial, ante todo), su arquitectura política correspondía más a un perfil monárquico tradicional que a uno moderno. En México, la frase de Tancredi cobró sentido. Aquí sí, “todo cambió para que todo siguiera igual”. Con un elemento fundamental: desde los liberales que enfrentaban con denuedo el bandidaje y las revueltas locales hasta hace poco, el Estado jamás abandonó el monopolio legítimo de la fuerza dentro de todo su territorio. En México no hubo islas irredentas.
La mafia, es decir, la sociedad secreta del crimen, los estados paralelos que imponen el ejercicio ilegítimo de la fuerza, nació en Sicilia porque el Estado se replegó. En México el Estado porfirista y revolucionario tenía rasgos mafiosos, pero no se replegó… hasta 2018. El resultado no se ha hecho esperar: cunde el bandidaje y prospera la mafia.
La historia siciliana alcanzó a México. Que no termine como aquella.
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