Paralaje.
Liébano Sáenz
Los partidos políticos en todo el mundo viven su mayor descrédito. De hecho, el desenlace de la elección de 2018 en México se explica por la esclerosis de los partidos históricos para contender con credibilidad y eficacia. Sus candidatos -para casi todos los cargos- tuvieron que enfrentar el repudio a las siglas que los postulaban. En 2015 pocos advirtieron que lo sucedido en Nuevo León, sería un anticipo de lo que vendría. La soberbia y la miopía de la clase política y gobernante los hizo desentenderse del llamado enérgico al cambio de la sociedad. Nada sucedió, y tres años después un movimiento encabezado por el candidato que mejor personificaba la lucha contra los excesos del poder, ganó con creces en prácticamente todos los frentes electorales.
Son muchas las razones de la crisis de los partidos. Es posible que sea coyuntural, pero incluso en esa vertiente, obliga a los partidos a cambiar. El monopolio que ostentan de la representación política se les está volviendo en contra. En México, hay que agregar, el tema de la corrupción los afecta de manera severa. Quien gobierna y el que más gobierna, es mayormente castigado de manera natural por el desgaste propio a causa del ejercicio del poder. La afectación, ciertamente, debiera dirigirse a la partidocracia, pero no al sistema de partidos como tal. No ocurre así y ese es el gran riesgo, porque hasta hoy día no existe democracia eficaz sin partidos políticos.
Los partidos sufren descrédito desde antes de ser gobierno, en buena parte por el pragmatismo electoral, por la humana ambición de ganar incluso a cualquier costo. Por otra parte, las elecciones cada vez están más condicionadas por el gasto. En casi todas partes hay problemas de financiamiento ilegal de los partidos políticos. Las campañas son un exceso de derroche que impone un desafío para controlar el origen del financiamiento y, por otra parte, el gasto mismo, particularmente cuando hay límites en lo que se debe gastar.
En 1996 se estableció el régimen de financiamiento público sustantivo para los partidos políticos. La reforma lo que pretendió era otorgar al partido gobernante recursos suficientes sin tener que recurrir a prácticas de financiamiento subrepticio e ilegal. El referente fue lo que el PRI requería y esto se acompañó de una fórmula de asignación de 30% igualitaria a todas las fuerzas políticas y 70% proporcional a los votos, que se mantiene hasta hoy día. Lo que ha cambiado ha sido el cálculo del monto a repartir y es allí donde ha habido polémica. En aquél entonces, el PRD, dirigido por Andrés Manuel López Obrador, resolvió que los recursos se destinarían a los deudos de los caídos por la persecución del gobierno, además de financiar libros; el PAN con Felipe Calderón anunció que regresarían parte de los recursos.
Veinte años después, los partidos se han vuelto adictos al dinero. Así es y no hay excepción. Ni siquiera Morena, de creación reciente, puede subsistir sin financiamiento público. El pago de cuotas por sus miembros es inexistente y algunos casos -obligatoria para funcionarios o legisladores- es un aporte muy menor respecto a lo que se gasta, sobre todo en campañas electorales.
Por eso, el tema más importante de la relación de los partidos con el dinero no está en el financiamiento público, sino en el financiamiento obscuro o subrepticio. En México hemos avanzado mucho en el tema de la fiscalización, pero la combinación de límites de gasto irracionalmente bajos y la monetización del activismo electoral, ha llevado a la peor de las situaciones: el financiamiento ilegal.
Reducir el gasto institucional a los partidos no apunta a ser la solución más inteligente del problema más grave, justo lo contrario. Sin duda es una propuesta popular, pero no aborda lo relevante. Candidatos que autofinancian sus campañas no es la mejor respuesta para la calidad de la democracia y del gobierno. El interés del crimen de apropiarse de las instancias de autoridad, particularmente las de carácter local y municipal, deben estar al frente de la preocupación pública. Tampoco se deben reiterar las condiciones que propician el financiamiento ilegal con recursos públicos.
Los partidos han desarrollado burocracias costosas y obesas. Las fundaciones son marginales, al igual que la investigación o la labor editorial. La comunicación digital, de bajo costo, en ningún caso es para presumir. El uso de la tecnología que plantea oportunidades singulares para la participación y comunicación políticas, prácticamente ha sido ignorada. Los partidos gastan mal y mucho. Más que proceder a la reducción del financiamiento público, los partidos debieran concentrarse en reconocer sus errores y en replantearse como lo que originalmente son: plataformas de debate entre ciudadanos sobre ideas políticas y sobre proyectos de país, y no meras máquinas para producir votos en temporadas electorales. No sobra el dinero para los partidos; lo que nos falta es mayor responsabilidad y promoción de la cultura cívica para mejorar la calidad de nuestra democracia.