Machismo pasivo.

/ José Miguel Contreras /

No somos los culpables del machismo, pero creo que somos los responsables de que siga imperando. Hablo de los que hemos cometido repetidamente un manifiesto error. Nos hemos refugiado en la convicción de que somos partidarios de la total igualdad de género. Sin embargo, hemos caído una y otra vez en el machismo por inacción, por permitir a nuestro alrededor que comportamientos que no compartimos subsistan con total impunidad.

Mil veces se ha bromeado con expresiones como “soy heterosexual, pero que quede claro que hasta tengo amigos gays” o “no soy racista; de hecho, hasta tengo amigos de otras razas”. Estas tópicas justificaciones intentan, de forma lamentable, hacer creíble lo que a quien escucha le suena poco convincente. Curiosamente, en el caso de la permisividad con comportamientos abiertamente machistas ni siquiera hemos llegado a esta penosa argumentación. Aún estamos más atrás. Visto con humor, nunca he oído a un hombre decir algo así como “soy feminista, aunque reconozco que mantengo amigos decididamente machistas”.

El machismo entre los hombres no ha alcanzado ni siquiera la categoría de avergonzarnos públicamente de su existencia cotidiana y rutinaria, la peor de todas, la que cae como lluvia fina y constante calando hasta los huesos. Nos vamos haciendo combativos ante los tics homófobos o racistas, y aún no hemos dado ese paso con el machismo. Con quienes lo practican como norma de vida. Nos conformamos con creer que, al no pertenecer a ese colectivo, estamos a salvo de la culpabilidad. En realidad, es un comportamiento machista. De machismo pasivo.

Creo que el extraordinario movimiento reivindicativo que las mujeres han desarrollado en estos últimos tiempos necesita un paso decisivo. Necesita la activa colaboración de los hombres dispuestos a ser militantes de la causa de la igualdad de género. No es tiempo ya de quedarnos en hacer gala de nuestra solidaridad con sus principios, ni siquiera de que los llevemos a la práctica en nuestros actos. Si se quiere ganar la batalla definitivamente, las mujeres necesitan que pasemos a la acción. Será necesario que dejemos de amparar con nuestro silencio descarados casos de machismo en el trabajo, en la calle, en los locales de ocio, en el deporte, en los establecimientos comerciales, en las reuniones familiares, en las conversaciones informales entre amigos, etc.

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La gran revolución no consiste en convencer a los machistas más recalcitrantes. Seguramente, no será posible. Se sentirán reforzados con las críticas que se les lancen desde el feminismo. Todo retrógrado necesita un objetivo al que intenta humillar, despreciar y someter. Su alimento proviene de ese combate, casi siempre desnivelado a su favor desde la atalaya que da el poder. Dudo que se consiga convencerles. Lo que sí se puede es aislarles, rodearles, conminarles. Que sientan lo que realmente son, una minoría en decadencia que va a asistir a la pérdida de sus posiciones de abuso y dominio. Ese debería ser nuestro trabajo. Esa debería ser nuestra responsabilidad.

Las revoluciones se han hecho realidad en la historia cuando se ha conseguido concitar entre los grupos menos activos la necesidad de dar un paso adelante. Vivimos un momento histórico. Millones de mujeres han hecho lo más difícil y meritorio. Se han levantado. Se han puesto en pie. Han dicho que ya basta. Que se acabó. Es el momento de que todos y cada uno reflexionemos sobre nuestra posición. No basta estar con ellas. Ahora necesitamos actuar contra el machismo. No basta con ser feminista. Es el tiempo de ser activamente antimachista. Que se lo hagamos saber a nuestro entorno cada día, en cada pequeño acto de nuestra vida cotidiana.

Mañana quiero ir a la manifestación organizada en mi ciudad junto a las mujeres con las que comparto la vida, para reivindicar sus derechos. Me gustaría acompañarlas con el orgullo de amplificar su impulso, de animar su esfuerzo. Pero también iré con cierto sentimiento de culpabilidad, el de haber sido durante demasiado tiempo machista por inacción. Hasta aquí.

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