Mary Beard.

/ Maria Scherer /

En este “tiempo de mujeres” es indispensable recordar la sabiduría de Mary Beard y su libro Mujeres y poder. Un manifiesto. Se remonta a los griegos, los romanos y otras culturas que han dado pie a la exclusión de las mujeres de ese ámbito precioso: el poder político. La primera lección, silenciarlas. Es uno de los primeros aprendizajes de masculinidad: callar a las mujeres.

Ese saber se basa en la descalificación. Desde la imposibilidad de ellas para pensar, hasta el insoportable timbre de su voz. Todo se vale para silenciarlas. Insultos, agravios, humillaciones, a las que, en caso de que respondan, se justifica la violencia para regresarlas a su sitio: el silencio, aunque sea muertas.

Cita ejemplos ilustrativos, comparando mitos antiguos y realidades actuales. Uno de ellos, que cimbra, es el de Medusa, aquella monstruosa creación, de cabeza saturada de serpientes, que sólo con verla, quien lo hiciera se convertía en piedra. Esa terrorífica imagen se ha usado con frecuencia. Lo hicieron contra Ángela Merkel y contra Hilary Clinton.

Nos cuenta de las tretas para romper techos de cristal, frase que revela que ellas están fuera del poder y cuando logran entrar, lo hacen en condición de extrañas, forasteras, fuereñas. Ellas no deben ejercer el poder.

Una de las más recurridas, “travestirse”. Disfrazarse de hombre, ya sea con trajes y vestimenta muy masculina, o “remodulando su voz”, haciéndola más grave. O imitando las pausas, la lentitud, las frases. Telémaco, dice Mary, es claro cuando dice que el “relato” está “al cuidado de los hombres”; el término que utiliza es mythos, aunque no en el sentido de “mito”, sino con el significado que tenía en el griego homérico, que aludía al discurso público acreditado”. Las que logran hacerse oír, “a menudo adoptan una versión de la vía “andrógina”, imitando conscientemente aspectos de la retórica masculina”.

Un párrafo contundente y apremiante: “No obstante, distan mucho de ser modelos a seguir, puesto que en su mayoría se las retrata como usurpadoras, no como usuarias del poder, al que acceden ilegítimamente provocando el caos, la fractura del Estado, la muerte y la destrucción. Son híbridos monstruosos que no son en absoluto mujeres en el sentido griego, y por ende, siguiendo la inquebrantable lógica de sus historias, han de ser despojadas del poder y puestas de nuevo en su sitio. De hecho, lo que justifica su exclusión del poder en la vida real y apuntala el gobierno de los hombres es el incuestionable desastre que provocan las mujeres en el mito griego cuando ejercen la autoridad”.

Esquilo, el muy famoso dramaturgo griego, en Agamenón, reitera que, según el parecer de la autora de Mujeres y poder, “el deber ineludible de los hombres era salvar a la civilización del gobierno de las mujeres”. Y se cuestiona que, si las mujeres están integradas en las estructuras del poder, como tuercas o piezas menores, lo que hay que modificar es el poder, no a las mujeres.

La idea griega del poder, y la actual, es como si fuera una propiedad. Por eso, las imágenes del cetro, la espada, el bastón de mando. Sólo un hombre puede empuñarlos adecuadamente, apropiadamente. Esa imagen del “líder”, lo define desde ya, como elitista, asociado al carisma individual y ahora, a la celebridad. Difícil asociar a las mujeres, pues son “inapropiadas”.

El poder, sea lo que sea, no deja de ser verbo. Y como cualquier verbo, hay que saberlo conjugar. Cuando hablamos de poder público, debemos conjugarlo en primera persona del plural, podemos. Y aquí, inician los titubeos ¿podemos?, ¿qué podemos? Ese sentimiento de extrañeza, de incomodidad, lo sentimos frecuentemente las mujeres. ¿Recuerdan cuando queríamos ser diputadas y nos decían que había que capacitarnos, cuando a los hombres jamás se les ha requerido esa “capacitación”?