/ María Amparo Casar /
En todo sistema político democrático hay cuatro tipos de contrapesos al Poder Ejecutivo que deberían funcionar cuando así lo requieran las circunstancias: los políticos, que surgen de la distribución del poder (Congreso y gobiernos estatales y locales); los institucionales, que funcionan a través de los órganos autónomos; los sociales, que ejercen los empresarios, los sindicatos, los medios, las organizaciones y movimientos de la sociedad y, por último, los internacionales.
En México nos estamos quedando sólo con un tipo de contrapeso: el que hace tiempo llamábamos el factor americano.
Obviamente no es ninguna casualidad que el mismo día que el embajador estadunidense, Ken Salazar, y un grupo de legisladores de ese país expresaran sus preocupaciones sobre la reforma eléctrica, el proceso legislativo se pospusiera hasta abril de 2022.
No es una casualidad, pero sí es una vergüenza o, al menos una tristeza que esto ocurra. Los límites al poder están viniendo de afuera porque en la actual administración hay una voluntad irrefrenable de disminuir cuando no de destruir a toda institución —política, económica o social— que quiera llevar a cabo sus funciones como ente autónomo —ajeno a la voluntad presidencial— y, por tanto como potencial contrapeso.
Desde que el Presidente anunció su reforma eléctrica, hombres de negocios, confederaciones empresariales, técnicos, especialistas, académicos y organizaciones de la sociedad civil han ofrecido argumentos, datos, tendencias, experiencias y análisis que muestran las consecuencias negativas que tendría la aprobación de la iniciativa. Todos estos han estado presentes en el debate público y están dispuestos a contribuir a evitar el que quizá será el peor despropósito del sexenio.
La respuesta del Presidente a estos actores no ha sido argumentativa ni fáctica, sino simplemente ideológica y falaz. La presencia de Bartlett ante los diputados fue el mejor ejemplo de que en esta administración se privilegia el 95% de la lealtad versus el 5% de la capacidad.
Frente a los argumentos sólidos ha prevalecido la burla, la descalificación, las acusaciones sin fundamento y la intimidación. A los legisladores de oposición se les llama vendepatrias; a los expertos, lacayos del neoliberalismo; a los empresarios, guardianes de privilegios y abusivos. A los dueños de Bimbo, Oxxo, Walmart —y no por primera vez— se les ha dicho que “no quieren dejar de robar”. En buen español, se les acusa de rateros.
Igualito que con los inversionistas del Nuevo Aeropuerto Internacional de México (NAIM), con los científicos, con Anaya, con los expresidentes … Se les acusa de delincuentes sin ofrecer pruebas y, además, se les pide que reconozcan que sus contratos son “mal habidos”, producto del tráfico de influencias y que “no tienen vergüenza. Si son rateros o cometen otro tipo de delitos, que se les investigue, se les juzgue y se les sentencie sin dilación. Si no lo son, que se les deje trabajar y se respete el marco jurídico que los llevó a invertir y que permitirá que lo sigan haciendo en el futuro.
A Estados Unidos —al factor americano— se le dispensa otro trato a pesar de que los argumentos expresados por distintos actores de esa nación han sido idénticos a los de los mexicanos. A su embajador Ken Salazar —como debe ser— se le recibe en Palacio, se le escucha, se le permite expresar las “serias preocupaciones” que la reforma provoca en su país. Por fortuna, pero en franco trato discriminatorio respecto a los actores nacionales, al embajador Salazar no se le adosan “intenciones perversas” ni se le exhibe y agrede en las mañaneras por lanzar un tuit en el que afirma que “muchas empresas de México y Estados Unidos están brindando energía limpia, asequible y confiable a México” o que “líderes del sector eléctrico me contaron de primera mano sobre su trabajo continuo para lograr este objetivo”. Por el contrario, y también como debe ser, al embajador se le toma la palabra cuando dice: “nos comprometimos a continuar el diálogo sobre este crítico asunto los próximos días”.
Este mismo trato, este mismo respeto, esta misma disposición a escuchar merecen todos aquellos mexicanos y mexicanas que han querido y sabido expresar sus “serias preocupaciones” como lo ha hecho Estados Unidos.
Merecen ser tomados en cuenta como el amplio conjunto de legisladores de los Estados Unidos que expresaron en una carta al secretario de Estado y otros funcionarios que hay una abrumadora lista de acciones discriminatorias contra empresas estadunidenses, que ellas requieren una respuesta oportuna y clara y que las autoridades de su nación deben redoblar esfuerzos para detenerlas.
Exijamos también nosotros a nuestra autoridades a tratarnos como se ha tratado a los estadunidenses. En la forma y en el fondo, exijamos el fin al trato discriminatorio. De eso se trata la soberanía, ¿o no?