Maternar dos niñas como mujer jornalera, la historia de Ana.

*Escrito por Wendy Rayón Garay .

11.05.2025 /CimacNoticias.com/ Ciudad de México.- Obligada por la falta de empleo y oportunidades para ella en Tlapa de Comonfort, Guerrero, Ana tomó la decisión de migrar para trabajar en la cosecha de calabazas. La elección no fue fácil, pues dejó atrás a su hija de siete años y emprendió el viaje con otra hija en su vientre. Como muchas mujeres jornaleras, enfrentó el difícil dilema de conciliar el trabajo con la maternidad.

Según comentó a Cimacnoticias, dos semanas después de haber llegado a San Quintín, Baja California, Ana tuvo una amenaza de aborto. Sin dinero, seguro médico y estando en una entidad sin ninguna compañía, fue a un centro de salud gratuito donde la internaron y le advirtieron de las probabilidades de perder a su hija hasta que finalmente pudo dar a luz.

El alivio de tener a su hija sana en sus brazos no terminó por darle seguridad, al contrario, comenzó a preocuparse por su sostén económico siendo que al trabajar como jornalera recibe un pago diario por el día laborado, pero su mayor inquietud era encontrar un espacio en donde pudiera dejar a su hija durante el día al no poder asumir por completo el trabajo de cuidados.

Las guarderías del estado no eran una opción porque le cobraban $350 pesos semanales y debido a su situación económica no podía permitírselo. Además, el horario de la guardiera era incompartible con el de ella, ya que tenía que llevar a la bebé entre las 5:00 a 5:30 horas, cuando el camión de su casa pasaba a la misma hora, por lo que los tiempos se cruzaban.

La otra alternativa que tuvo fue dejar a su hija al cuidado de otras mujeres de San Quintín que cobran hasta $100 pesos por niño al día. Una opción poco rentable, sobre todo para las mujeres jornaleras que migran con dos o hasta tres hijas e hijos y que deben de trabajar de lunes a sábado.

Para Ana, vivir lejos de su primera hija también fue complicado. Durante el primer año desde que migró, tuvo que dejar a su hija con sus padres quienes la apoyaron con el trabajo de cuidados. Todos los días pensaba en ella hasta que ahorró lo suficiente para llevarla consigo desde Guerrero: «Uno como madre quisiera tener a sus hijas cerca», comentó.

A cinco años de haber migrado, Ana aún enfrenta el reto de encontrar quién cuide a su segunda hija. Cada madrugada, se despierta antes del amanecer para llevar a sus hijas con la cuidadora a las 4:30. Luego regresa rápidamente a casa por su mochila y camina hasta la parada del camión, que toma a las 5:20 para llegar a su jornada laboral de ocho horas en Berrymex, una empresa agrícola dedicada principalmente al cultivo de fresas.

De acuerdo con ONU Mujeres, las jornaleras agrícolas pertenecen a uno de los sectores laborales más precarizados y con mayor violencia en México, siendo que a nivel nacional 15 millones 863 mil 731 personas trabajan en el jornal del sector agrícola y de ellos 10.7% son mujeres, según datos del INEGI.

Su rol en esta actividad económica es importante y tiene repercusiones en la seguridad alimentaria y nutricional de millones de personas, así como en la mejora de los medios de vida rurales y el trabajo de cuidados no remunerado, central para la sostenibilidad de la vida humana.

Para las mujeres de este sector, acceder a contratos laborales, salarios justos, servicios de salud, guarderías, pensiones, licencias de maternidad, vacaciones pagadas o aguinaldo son aún derechos que no ejercen, por eso, aunque Ana contaba con el servicio de guardería gracias a su trabajo, este no era gratuito ni accesible para ella.

En promedio, las mujeres jornaleras trabajan siete horas al día al igual que a los hombres. Además, en las unidades de producción son contratadas por 11 días y la ganancia que se llevan es de $201 pesos para las mujeres y $228 pesos para los hombres al día.

El articulo «Mujeres migrantes en albergues para jornaleros agrícolas: una aproximación a la vulnerabilidad social», señala que la vida de estas mujeres está marcada por condiciones de vulnerabilidad social derivadas de la pobreza estructural, la desigualdad de género y la exclusión histórica.

La mayoría, como Ana, provienen de Guerrero, uno de los estados más marginados del país con altos índices de pobreza extrema y rezago educativo. Muchas de ellas hablan lenguas indígenas como el náhuatl, lo que limita aún más su acceso a los servicios públicos y refuerza su aislamiento social.

Migran con sus familias de manera pendular, es decir, se trasladan por temporadas y luego regresan a sus comunidades. La movilidad constante impide que accedan a servicios básicos de salud y educación para ellas y sus hijas e hijos, por lo que tienen que vivir muchas veces en albergues y general su estilo de vida es inestable.

Los albergues donde residen enfrentan condiciones de hacinamiento severo. Deben compartir espacios pequeños con más de cinco personas y no cuentan con divisiones o privacidad, exponiendo su seguridad a la violencia.

A veces cumplen con una doble jornada laboral, la primera es la remunerada en donde realizan una amplia gama de tareas fundamentales en el campo, que incluyen la preparación del terreno, siembra, deshierbe, aplicación de fertilizantes y pesticidas, riego, cosecha (pisca) y el empaquetado o limpieza inicial de productos como calabaza, jitomate o caña de azúcar; pero también la no remunerada e invisibilizada, es decir el trabajo de cuidados.

El acceso a servicios de salud está condicionado a su empleo, pueden acceder al IMSS o centros de salud, pero fuera de su periodo laboral el servicio es incierto o nulo, agrando su situación de vulnerabilidad en salud y bienestar.

La falta de redes de apoyo limita sus oportunidades, al vivir en constante desplazamiento no pueden establecer relaciones comunitarias duraderas que les brinden apoyo emocional o material. La desconexión con el entorno agrava su aislamiento y dificulta su oportunidad de exigir derechos o integrarse a dinámicas sociales de los albergues donde se quedan temporalmente.

El articulo también apunta a que muchas de las mujeres no aparecen en el registro oficial ni en los censos porque no estudian o están oficialmente empleadas lo que provoca que la invisibilidad institucional las deje fuera de los programas de bienestar o políticas públicas, perpetuando su exclusión y precariedad al no participar activamente en el trabajo agrícola.

Las mujeres jornaleras viven una discriminación múltiple e interseccional: son mujeres, indígenas, pobres, con bajo nivel educativo y en condición de migrantes. La combinación de factores las coloca en una situación de desventaja frente al resto de la población y se profundiza cuando al mismo tiempo deben ejercer su maternidad.