/ Ricardo Homs /
Hoy se vive el rompimiento del gobierno de la 4T con el estado de derecho. El presidente está mostrando un desprecio absoluto por las disposiciones legales que puedan obstaculizar cualquier proyecto gubernamental que forme parte del plan largamente estructurado por él a lo largo de muchos años de campaña.
El Tren Maya ha sido un ejemplo claro de la violación a la normatividad ambiental con total impunidad, ignorando los llamados de los organismos reguladores y de grupos ambientalistas de la sociedad civil. Destaca la actitud desafiante del presidente cuando se cuestiona la viabilidad de alguno de sus proyectos icónicos.
Sin embargo, el tema de la seguridad es la gota que ha derramado el vaso.
Es evidente el desprecio del presidente por los reportajes periodísticos difundidos en los noticieros de TV, de radio y en la prensa, que reiteradamente exhiben pormenores de la operación de la delincuencia organizada, la cual, cada vez más asume funciones que solo competen a las autoridades constitucionalmente legítimas.
Así vemos cómo instrumentan retenes en caminos, carreteras federales y autopistas. También cómo asumen la impartición de justicia aplicando métodos violentos sobre los infractores que ignoran las reglas que ellos han impuesto a la ciudadanía en las comunidades que controlan. Y qué decir del dominio absoluto sobre las actividades gubernamentales, económicas y sobre la vida misma de los pobladores de las zonas que ya están bajo el control de algún grupo delincuencial. Todo esto representa pérdida de soberanía del Estado Mexicano sobre algunas regiones del territorio nacional, sin que esto genere alarma en las instituciones gubernamentales por el peligro que representa.
La permisividad y tolerancia gubernamental ¿es digna de aplauso o representa “el ejercicio indebido del servicio público”?
Esto se encuentra descrito en el “Título décimo” del Código Penal Federal, inciso “V” del Artículo 214, así como en el capítulo de “abuso de autoridad”, -Artículo 215-, incisos “III”, “IV” y “V”.
Es cierto, -y debemos reconocer-, que gobiernos anteriores por omisión y desinterés incurrieron en las faltas antes descritas, lo cual es reprochable. Sin embargo, eso no exime al gobierno actual de ejecutar su obligación de brindar seguridad a la ciudadanía utilizando todos los recursos que tiene a su disposición el Estado Mexicano. Que antes hubiese fallas u omisiones no justifica que se sigan cometiendo aún, en un contexto crítico de violencia e inseguridad como lo es el actual.
Por tanto, es inaceptable que teniendo el gobierno actual todos los recursos, armas y la legitimidad que le otorga la ley para reprimir la violencia criminal, -por consideraciones subjetivas de tipo personal o hasta ideológicas-, tengamos autoridades con capacidad de respuesta suficiente y hasta sobrada, pero maniatadas por decisiones políticas del jefe supremo.
Sin embargo, -aún con todas las evidencias públicas-, el presidente percibe estas denuncias sobre la operación de la delincuencia organizada como algo intrascendente, tolerable y normal en nuestra realidad cotidiana, como lo demostró con su respuesta a un grupo de reporteros que denunció al retén conformado por civiles armados portando uniforme militar que los interceptó en Sinaloa cuando ellos iban camino a la conferencia mañanera.
Frente a este contexto es válido cuestionar si desde la óptica jurídica que nos ofrece nuestra Constitución, el presidente, -como titular del Poder Ejecutivo-, tiene atribuciones para decidir si el Estado Mexicano debe combatir o no, -frontalmente-, el delito.
Es urgente saber si esta decisión presidencial es constitucional.
La frase icónica de este régimen, -“Abrazos no balazos”-, parece un desafío al sistema jurídico, que sabemos exige combatir al delito donde este se manifieste.
Podemos interpretar que los guiños presidenciales a la delincuencia organizada representan una forma de pactar con ellos sin hacerlo formalmente. No es necesario firmar un acuerdo con los grupos criminales, -ni siquiera asistir a una plática para negociar-, para que de facto se establezca de forma espontánea un pacto.
Basta con seguir externando las frases amables y cálidas que el presidente les prodiga continuamente, reconociendo sus derechos ciudadanos, -así como sus derechos humanos-, para que de inmediato se sobreentienda que les da “patente de corso” para que operen sus actividades delincuenciales siempre y cuando no se opongan a sus proyectos. Es más, la intromisión del crimen organizado en los procesos electorales del 2021 no ha sido penalizada aún por el gobierno federal, -ni siquiera ha sido reconocida-, y sin embargo, sucedió en municipios y estados donde ganó MORENA… ¿Entonces? … ¿Qué podemos deducir?
¿Quién asume la responsabilidad por las víctimas ciudadanas, asesinadas o desaparecidas a manos del crimen organizado?… Y las víctimas militares y policiacas que se enfrentaron a algún grupo criminal… ¿tampoco cuentan?… ¿Murieron en balde en una simulación de lucha contra la delincuencia?
Las Fuerzas Armadas hoy son desafiadas abiertamente por el crimen organizado, e incluso, por una ciudadanía envalentonada por la inacción gubernamental. Estas acciones deleznables han vejado y humillado al último bastión del respeto a la autoridad en este país, que son el Ejército y la Armada.
El discurso del general Carlos Gaytán Ochoa durante un evento oficial, -frente al secretario Luis Crescencio Sandoval y altas autoridades militares-, muestra el ánimo que se vive en el Ejército Mexicano frente a los agravios que reciben cotidianamente y que deben aceptar estoicamente por exigencia ideológica de la 4T.
El rol de las Fuerzas Armadas en el combate a la violencia criminal es hoy fundamental, pues la delincuencia organizada actual no tiene punto de comparación con la de hace 20 años. Antes los grupos delincuenciales estaban en desventaja en armamento frente a las Fuerzas Armadas y por ello las evadían.
Sin embargo, -aprovechando el libre acceso a las armas de alta tecnología militar que hoy existe en el mercado norteamericano-, estos grupos, -antes marginales-, actualmente se han convertido en colectivos paramilitares con armamento bélico en muchos casos similar, -o quizá hasta superior-, al que trae el soldado o el marino que patrulla las calles.
Ahora la delincuencia organizada tiene capacidad tecnológica, además de que practica labores de inteligencia para enfrentar a las autoridades. También debemos reconocer que cuenta ya con operación multinacional. Los grandes cárteles de hoy representan un riesgo para la seguridad nacional, sin que esto sea interpretado desde esta óptica por el presidente López Obrador.
Hoy el crimen organizado empieza a actuar en política como lo hizo durante el liderazgo del capo Pablo Escobar Gaviria en Colombia a fines de los años ochenta. La participación de grupos del crimen organizado en las elecciones del 2021 de nuestro país fue determinante.
Son paramilitares, -no movidos por afanes ideológicos o políticos como en otros países-, sino económicos, para quienes el control político asegura beneficios para sus finanzas.
Por ello es preocupante que el presidente vea normal que tomen municipios y se adueñen de territorios ubicados en las regiones dominadas por ellos, controlando incluso las vías de comunicación, que por ley están a cargo del gobierno federal.
En el centro de esta controversia está la necesidad de una definición por parte de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, que clarifique si es inconstitucional que el Poder Ejecutivo imponga a las instituciones responsables de la seguridad y la impartición de justicia del país una política de no confrontación directa con la delincuencia organizada.
Dejamos al aire la pregunta dirigida a la SCJN: ¿Es una facultad o atribución constitucional del Poder Ejecutivo Federal decidir si enfrenta directamente a la delincuencia organizada?
¿A usted qué le parece?
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