Michoacán y Aguililla, como una serie narca de Netflix…

Juan Pablo Becerra-Acosta.

Lo que sucedió esta semana en Aguililla, en Tierra Caliente de Michoacán, las agresiones a miembros del Ejército, son la antesala del desastre que viene: una cruenta y despiadada batalla final por el control del municipio y por el dominio de la región. Una disputa entre el Cártel Jalisco Nueva Generación y Cárteles Unidos de Michoacán, grupo formado por remanentes de Los Caballeros Templarios, La Familia Michoacana, Los Viagras y ex autodefensas reclutadas por criminales.

El Estado mexicano no intervendrá, solo verá cómo la población queda en medio de esta guerra narca que lleva meses, pero que será peor en los días, semanas y meses por delante, porque los criminales, ante la inacción y pasividad de los gobiernos estatal y federal, cada vez son más temerarios, más insolentes. Se han dado cuenta que hagan lo que hagan, no pasa nada. Ninguna autoridad los enfrenta.

¿Por qué los narcos se atreven a tanto, incluso a humillar a soldados, sin importarles que sean grabados y que sus desplantes sean transmitidos en medios de comunicación y en redes sociales? Ya detallé en una columna previa que lo que está en juego ahí, en Aguililla, son millones y millones de pesos, pero también el prestigio machista de líderes delincuenciales (https://bit.ly/3qY1MDO), cuyos egos no escatimarán balas para liquidar a sus enemigos, o a los pobladores que osen desafiar sus yugos.

Por favor, dejemos de normalizar lo inadmisible. Dimensionemos lo inaudito de este asunto y asimilemos la vergüenza que provoca la forma en que nos ven en el exterior. Imagine usted que a Joe Biden le informa su staff de seguridad nacional, como si se tratara de una serie de Netflix:

“Señor Presidente, en los Ozarks, en la parte que corresponde a los montes del estado de Misuri, dos grupos de narcos se están peleando el cultivo de amapola. Aunque tenemos el Acta de Control de Amapola y Opio de 1942, que prohibe su cultivo, hemos descubierto que estos grupos llevan años sembrando enormes extensiones e incluso están cocinando drogas y traficándolas. Los alcaldes de la región han sido cómplices, por las buenas o por las malas. Además, cobran extorsiones al estilo mafia. Los dos grupos han bloqueado carreteras en la zona en disputa. El gobierno estatal no hace nada, en los hechos no existe”.

Pausa dramática para digerir. Y luego: “Eso no es todo, Señor Presidente: esta semana, pobladores de la región, azuzados por narcos, arremetieron contra un cuartel militar, lanzaron un enorme camión de basura, derribaron la puerta de las instalaciones y atacaron a soldados. También subieron al monte que circunda el cuartel, donde teníamos un helipuerto, y lo destruyeron. Dos soldados cayeron. ¿Qué hacemos?”

Y el Presidente:

“No quiero enfrentamientos, no quiero masacres. Que las tropas resistan sin defenderse. Y la población… Daré un mensaje en una conferencia matutina para decirles que no se dejen seducir por el dinero, que se porten bien, que no sean aspiracionistas, que resolveremos las causas sociales”.

¿Ficción? Pues mire, eso fue lo que sucedió esta semana en Aguililla. Eso fue exactamente lo que hizo la gente reclutada por el narco: arremetió contra el Ejército, contra su cuartel y destruyó el helipuerto militar en la cima de un monte, justo horas después de que el gobierno federal había resuelto el pliego petitorio de los lugareños, que incluía la apertura y vigilancia de carreteras, ya que la gente padecía una especie de sitio de guerra, con carencia de alimentos y medicinas. Fue una provocación narca para dinamitar los acuerdos y evitar que se normalizara la situación en el lugar. El narco no quiere ahí a las tropas, no quiere que impidan sus refriegas, y no quiere que se metan en la buena salud de sus imperios delictivos locales.

Increíble que desde Palacio Nacional solo observen todo esto y que nadie tenga ahí la menor estrategia para evitar lo que sucede estos días, y peor, lo que se viene…

BAJO FONDO

Volvamos a Estados Unidos unos segundos: imagine usted que el gobernador de Misuri actuara como acá lo hace Silvano Aureoles, el de Michoacán: imagine que en los últimos días de su gobierno llegara y se sentara en un banquito afuera de la Casa Blanca y dijera: “Hay narcos. Y se metieron en la reciente elección. Estamos en peligro. Y Estados Unidos también. Y aquí traigo pruebas”. Y que luego fuera con el mismo banquito a aposentarse frente a la Suprema Corte estadounidense. Y finalmente, que acudiera al Departamento de Justicia con la misma carpeta de recortes periodísticos bajo su brazo. Y ya, que eso fuera todo, un show, un road trip sin hacer nada.

Ahora volvamos con los narcos. Lo peor no es la virulencia que provocarán sus alardes machos en Aguililla, sino que esa área solo será una de las zonas de guerra que veremos, ya que en la rica región aguacatera del estado también podría correr mucha sangre, debido al surgimiento de civiles que se levantaron en armas el mes pasado, pobladores de los municipios Salvador Escalante, Ario de Rosales, Nuevo Urecho y Taretan, que están hartos de los abusos de los sicarios y sus jefes: a unos productores los despojan de sus valiosas tierras de cultivo, y a otros los extorsionan para dejarlos trabajar.

Pobre gente de Aguililla. Pobre gente de la zona aguacatera. Pobre Michoacán. Pobre México. Qué vergüenza de espectáculo, que en el mundo nos vean desde 2013 como una serie en streaming, y que aquí lo normalicemos…

EN EL FONDO

Son varios los periodistas, al menos tres equipos de diferentes medios, que están arriesgando sus vidas cada semana en la cobertura de lo que sucede en Aguililla. El narco está ya muy al tanto de ellos. El gobierno federal ni se entera. Para decirlo claramente, le vale. La gente de Palacio Nacional está extraviada en Michoacán, tal como le sucedió al gobierno de Enrique Peña Nieto y Miguel Ángel Osorio Chong. Y eso acabó muy mal: tanto, que llegamos a hoy…