/ Denise Dresser /
Imposible negar que el presidente López Obrador es querido. Imposible ocultar que es apoyado. Difícil regatear el entusiasmo, la emoción, el reconocimiento entre quienes toman la calle a manifestarse en su favor. Y no es un tema solo de “acarreo” o pase de lista o tortas o frutsis. AMLO todos los días, con las palabras que pronuncia, las élites que embiste y las promesas que hace, se vuelve un megáfono del México marginado. Le da tribuna y voz. Entiende sus agravios legítimos y los magnifica magistralmente. Pero es muy distinto narrar bien que gobernar bien. AMLO no entregará buenas cuentas, y cuesta trabajo encontrar métricas que puedan presumirse. Pero en un esfuerzo por rescatar algo del proyecto progresista que la 4T trastocó y traicionó, ahora se celebra el triunfo -por lo menos- de la “narrativa lopezobradorista”.
Como lo argumenta Carlos Pérez Ricart, ése será el éxito. Que ningún gobierno deje de concebir proyectos de desarrollo para el sur. Que ningún Presidente vuelva a resolver los problemas desde los lujosos jardines de Los Pinos. Que todo Presidente(a) no olvide visitar los lugares más recónditos del país. Que no habrá viajes fastuosos a Europa al estilo de Peña Nieto. Todas esas predicciones quizás sean ciertas, y lo celebro. Pero transformar la narrativa, o la escenografía del poder, o la forma de interpretar la realidad o medirla, no es lo mismo que transformar al país.
México no se está convirtiendo en Venezuela pero detrás de la “narrativa positiva” se asoma una realidad más preocupante: México sigue siendo el mismo México. Un país clientelar alimentado por un Estado que crea recipientes en vez de participantes. Un país que mantiene el capitalismo de cuates, solo que con otros cuates; los de la 4T. Un sistema de partido hegemónico renovado con pocos contrapesos. Un andamiaje institucional corroído, cuyas falencias han sido suplidas por el presidencialismo resucitado y la militarización sin controles civiles.
AMLO ha cambiado la correlación de fuerzas pero para beneficio propio y de los suyos, no a favor del Estado o la aspiración democrática. No a favor de leyes y regulaciones que desmantelen al capitalismo oligárquico y acaben con su faceta extractiva, rentista y rapaz. No a favor de un sistema fiscal que aumente la carga tributaria a los que más tienen, para encarar la desigualdad. Es Andrés Manuel quien gana fuerza, no la necesaria institucionalidad, no el Estado. Ese Estado que día con día pierde capacidad para regular, para intervenir, para educar, para curar, para fomentar el crecimiento, para promover la legalidad, para asegurar la seguridad, para reducir las brechas. La destrucción metódica no ha empoderado a las mayorías, pero sí a una sola camarilla.
No veo que AMLO busque inaugurar una nueva forma de democracia más transparente, con contrapesos más robustos, con instituciones remodeladas para rendir cuentas, combatir la corrupción, y asegurar mejor representación. No veo una política social que disminuya el número de pobres, más allá de transferencias incapaces de generar trampolines de movilidad social en el largo plazo. Pero sí veo el reemplazo de la discrecionalidad tecnoburocrática por la discrecionalidad obradorista. López Obrador no acaba con el amasiato sistémico entre el poder político y el poder económico; sólo se apropia de él.
Celebrar el cambio de narrativa sin atender el afán destructivo o los resultados reales es caer en la trampa que el Presidente ha tendido para seguir seduciendo con palabras y épica, pero no con hechos y métricas. Es participar en el mito del cambio estructural que ha sido más bien un cambio teatral, de énfasis, de enemigos, de semántica. Aplaudir el cambio de guion sin resaltar la proclividad autoritaria -viva hoy en 4T- equivale a justificar a quienes discursivamente querían desplazar a las élites, pero para ellos mismos colocarse en la punta de la pirámide. Apoltronados ahí rechazan la cacofonía del pluralismo, y buscan alterar las reglas de la democracia disfuncional para nunca perder el poder. Elogiar la nueva escenografía en el mismo teatro se convierte en un amparo del autoritarismo, disfrazado como preocupación por los pobres y recuperación de la dignidad simbólica. Y defender al lopezobradorismo como una ficción desatendida de los resultados que produce, no es un logro. Es una claudicación.