/ Denise Dresser /
El atavismo disfrazado de patriotismo. La destrucción disfrazada de transformación. La defensa de la depredación estatal disfrazada de defensa de la soberanía nacional. Esa es la irracionalidad detrás de la reforma eléctrica propuesta, y de un sinnúmero de decisiones enraizadas en lo que Moisés Naím llama la “necrofilia ideológica”. El enamoramiento de López Obrador con las ideas muertas; el apasionamiento con lo que ya se probó y no funcionó, tanto en México como América Latina. Su gobierno no pavimenta una carretera al futuro; recorre la vieja ruta de terracería de vuelta al pasado. Como si el país fuera el mismo que cuando Lázaro Cárdenas expropió el petróleo y apostó a la reforma agraria. Como si no hubiera un nuevo entorno global post-pandémico y una vasta disrupción económica y tecnológica, de la cual México no podrá formar parte si continúa enquistándose. En lugar de reaccionar con destreza, AMLO se dedica a rendirle pleitesía a los muertos en vida.
Y nos condena a revivir la dictadura de paradigmas pasados; nos encierra en la morgue del nacionalismo revolucionario, nos atrapa en las catacumbas intelectuales de quienes creen que el petróleo sólo puede ser extraído, distribuido y administrado por el Estado. Que toda inversión privada es saqueadora y rapaz. Que los monopolios públicos son necesarios para preservar los bienes de la nación, y los monopolios privados deben ser protegidos para apuntalar a los “campeones nacionales” como Carlos Slim. Que la extracción de rentas a los consumidores se vale si lo hace una institución pública. He ahí al Presidente y su corte desempolvando la narrativa del cardenismo, la retórica del echeverrismo, los argumentos del lopezportillismo. Ideas y políticas públicas recreadas para una realidad que ya no existe, para un país que enfrenta otros retos, para una transformación tecnológica lejos del trapiche. La resurrección de ideas fundacionales que nos dieron Patria sólo llevará a un rezago aún mayor, a una desigualdad aún peor, a un deterioro decretado desde el poder, con la mirada puesta en el siglo XX.
Cualquiera que cuestione estos axiomas ancestrales es un vende patrias o un representante de intereses extranjeros o un privatizador desalmado o un defensor a ultranza de las perfidias de Peña Nieto o un fake ecologista o quiere emular el modelo privatizador español. Como si no hubiera otras opciones para componer los problemas del sector eléctrico que colocarlo por completo en manos de Bartlett. Como si no fuera posible corregir sin destruir, mejorar sin eviscerar. Ya sabemos qué hace falta en el sector: mejor regulación estatal para evitar la expoliación privada, más competencia para promover productos mejores y precios más bajos; más Estado y mejor mercado. No la estatización ineficiente, no la monopolización rapaz, no el alza en los precios para los más pobres, no una visión construida sobre prejuicios en vez de realidades, tanto nacionales como internacionales. El mundo va a enfrentar una crisis energética por la escasez de gas natural. Los países que basan sus modelos en el carbón y el petróleo van a pagar impuestos comerciales por ello. Se vienen tiempos difíciles, y para enfrentarlos México requiere innovación, diversificación, inversión. Pero la iniciativa presentada por el Presidente corre en sentido contrario. No compone lo descompuesto; lo dinamita. No propone más vigilancia sobre el sector privado; lo electrocuta.
AMLO y Bartlett ganan, pero pierden los consumidores, pierde la seguridad jurídica, pierde el país. Y el costo lo pagaremos los ciudadanos cuando aumente el precio de la electricidad, o se queme dinero público para subsidiarla, o los apagones se vuelvan comunes e inevitables. Cuando la eliminación de los Certificados de Energía Limpia haga inviable la transición a energías renovables, en las casas y en las compañías. Cuando la desaparición de órganos reguladores que debían ser más autónomos, abra la ventanilla a los negocios discrecionales y el cuatismo corrupto en el sector público. Vendrán las disputas comerciales, los litigios internacionales, los reclamos por traicionar el Acuerdo de París y el USMCA. Todo ello producto de la pasión presidencial por las ideas fracasadas de sus antepasados. Y desenterrarlas no es muestra de una transformación histórica. Es evidencia de una necrofilia neopopulista.