A Juicio de Amparo.
/ Amparo Casar /
Hablar del plan B sin ponerle cara es vaciar la conversación pública del peligro que entraña para la democracia la reforma electoral en ciernes. En el discurso embustero de López Obrador, la reforma es parte de un proyecto de austeridad republicana –probadamente inexistente– para ahorrar dinero y dárselo a los pobres. No lo es. La reforma socava la democracia. Nada más.
Difícil hacer una narrativa simple de todos los retrocesos que contiene una reforma electoral que cambia más de 170 artículos y explicar una por una las afectaciones a la democracia y derechos políticos. La reforma electoral que se quiere afecta negativamente desde la garantía de que no se condicione el voto hasta la paridad de candidaturas, desde la instalación de las casillas hasta el llenado de las actas, desde la recolección de los paquetes electorales hasta el conteo rápido, desde la actualización del padrón hasta la expedición de la credencial de elector, desde el conteo de votos hasta el cómputo final.
De lo que sí se puede hacer una narrativa relativamente sencilla es de los propósitos que se persiguen. La reforma electoral que se discutirá próximamente en el Senado es la culminación de una estrategia con dos propósitos inocultables: dar ventaja electoral al partido en el gobierno para mantenerse en el poder y crear las condiciones para anular las elecciones en caso de que éstas no favorezcan al partido en el gobierno. Así de sencillo.
Buena parte de la ventaja para el partido gobernante está ya –a menos que la Corte dicte su inconstitucionalidad– en las nuevas leyes de Comunicación Social y de Responsabilidades Administrativas. El Presidente y el enorme aparato administrativo a su cargo podrán hacer campaña electoral en todo momento y a cargo del erario en favor de los candidatos de Morena, poniendo en desventaja a sus adversarios. El activismo gubernamental queda legalizado. Un ejemplo, si el uso de los programas sociales siempre ha sido un problema para la equidad electoral, ahora esa estrategia queda amparada por ley y los funcionarios podrán recurrir a ese expediente sin que la autoridad los pueda castigar. Esto, comenzando por el Presidente, quien tuvo la desvergüenza de decir que ayudar a los pobres “es parte de su estrategia política, porque ellos regresan el apoyo respaldando a la Cuarta Transformación”.
Hay, sin embargo, un propósito aún más avieso por precautorio, anticipado y premonitorio. La reforma busca descarnar y desdentar al INE. El plan no es una inocentada o una novatada. Es la preparación para un escenario en el que, de llegar a perder el poder López Obrador y Morena, se puedan anular con cierta facilidad las elecciones de 2024 en su totalidad o ahí donde perdieran.
Con un INE disminuido en sus recursos humanos será fácil que se deje de instalar un porcentaje de las casillas y que los partidos –léase los autores de la reforma– se apoderen de ellas, se cometan “errores” en el llenado de actas, se dejen de entregar los materiales el día de la jornada electoral, se rompa la cadena de custodia de las actas que transitan del sitio de la votación al lugar donde se hace el cómputo, se haga uso indebido del padrón, se frustre el conteo rápido, se deje libre de sanciones a los partidos por el origen desconocido de los recursos…
Al ensanchar la posibilidad de que todo esto suceda, se abre la puerta de par en par para que, en caso de una derrota o de un resultado cerrado, se impugnen cada una de las etapas del proceso electoral. No parece grave, ¿verdad? Lo es. Baste recordar que, si no se instala 20% de las casillas, la elección se anula.
Podrían cuestionarme diciendo que yo cómo sé cuál es el propósito de la reforma enviada por el Presidente. No, no tengo una bola de cristal ni información privilegiada. A la historia me remito. López Obrador tiene escasas credenciales democráticas en el campo electoral y, menos, en el del ejercicio de gobierno. Es su costumbre desconocer las elecciones cuando pierde y, cuando gana, decir que lo hizo a pesar del fraude perpetrado por las autoridades electorales. Es conocida su tentativa por dañar la reputación del INE y sus consejeros. Está a la vista de todos su propuesta regresiva de reforma constitucional. Está probado el recorte de recursos al INE. Ahora, como no prosperó su reforma constitucional con la idea de que los consejeros fueran electos popularmente, su secretario de Gobernación anuncia que serán insaculados, cuando la Constitución prevé ese método sólo como de última instancia.
No hay vuelta de hoja. El único causante de esta situación es el Presidente de la República, que en su profundo autoritarismo no quiso convocar a las fuerzas políticas representadas en el Congreso a pactar una reforma electoral que nos acercara a una mejor democracia.
Pero no estamos mancos. Queda no sólo la Corte para defendernos, sino los amparos que podemos anteponer los ciudadanos para defender al INE y nuestro voto.