No es Claudia…

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Por: Mónica Garza

En México cada vez hay más razones para salir a marchar. No es un fenómeno nuevo ni exclusivo de un sector social. Un día son los médicos, otro los transportistas, luego las madres buscadoras; se suman los agricultores, los trabajadores del Estado o los jóvenes de la llamada Generación Z —o de cualquier otra—. La identidad del grupo varía, pero el motor es el mismo: injusticia, inseguridad y violencia donde el descontento es el punto en el que todos coinciden.

La movilización del 15N, convocada principalmente por jóvenes que protestaron en al menos 50 ciudades en México, reafirma una presión social acumulada que ya vimos que no encuentra cauces formales de escucha.

Por su parte, el Gobierno federal y su titular cometieron un error político muy revelador: convertir la narrativa de la protesta en un ataque personal.

Los jóvenes que salieron a marchar no lo hicieron “contra Claudia” sino contra un Estado percibido como incapaz de protegerlos.

El punto de origen no es la Presidenta, es el miedo que paraliza en un país donde la inseguridad no disminuye, la violencia homicida se mantiene alta, las extorsiones crecen, las desapariciones persisten, y la impunidad supera el 90 por ciento según organizaciones internacionales.

Así que en un país donde asesinan 10 mujeres al día, donde 30 mil personas siguen desaparecidas, donde municipios completos viven bajo control criminal, lo normal es protestar, no callar.

Pero el Estado, en un error elemental, responde con descalificaciones, acusaciones y peor aún, con la criminalización de los manifestantes, que lo que produce es más miedo.

Tras la marcha del 15 de noviembre, los jóvenes detenidos fueron acusados de delitos tan graves como “homicidio en grado de tentativa”, una medida que organizaciones de derechos humanos calificaron como desproporcionada y abusiva.

La relatora especial de las Naciones Unidas sobre el derecho a la libertad de reunión pacífica y de asociación, Gina Romero, urgió al Gobierno mexicano a investigar los hechos sobre las agresiones contra manifestantes pacíficos y periodistas.

Hizo un llamado al Gobierno a aplicar 5 acciones: Detener la estigmatización de la protesta pacífica; respetar el principio de diferenciación de participantes con comportamientos violentos; investigar posibles infiltraciones, inclusive de agentes provocadores, para causar caos y justificar la dispersión; garantizar la atención necesaria a personas heridas; garantizar independencia judicial para esclarecer los hechos.

En este escenario, la Presidenta, en lugar de abrir un espacio de diálogo o emitir un mensaje de contención, decidió descalificar el movimiento, minimizarlo y presentarlo como una manipulación política.

Quizá lo que no ve —o no quiere ver — es que los jóvenes no responden a un llamado partidista, sino a un clima de violencia creciente que les atraviesa la vida diaria, como nos la atraviesa a todos.

Claudia Sheinbaum debería saberlo mejor que nadie, porque ella nació políticamente como integrante del Consejo Estudiantil Universitario en 1987-1988, una organización que aportó perfiles jóvenes para fundar el PRD.

Su trayectoria juvenil se formó precisamente en la protesta, en las asambleas, en la calle, en la confrontación legítima con el poder.

Y si vamos más atrás, sus propios padres participaron activamente en los movimientos del 68. Ese mismo 1968 marcado por la represión de Gustavo Díaz Ordaz, por la masacre de Tlatelolco, por un Estado que afirmaba que los estudiantes eran “agitadores”, “manipulados”, “enemigos de la patria”.

Hoy, lamentablemente, las narrativas empatan. La criminalización del 15N, las detenciones arbitrarias y las acusaciones desmedidas recuerdan esa misma lógica: cuando el poder no quiere escuchar, acusa. Cuando no comprende, reprime. Cuando se siente interpelado por los jóvenes, se defiende atacándolos.

Y sí, resulta asombroso que repita ese patrón la misma que proviene de los movimientos que lo denunciaron hace décadas.

La 4T prometió ser el gobierno que escuchaba porque venía de las calles. Que entendía la protesta social porque nació en ella, pero ahí está la realidad que resulta muy diferente.

Si el Gobierno no corrige su manejo de crisis, si no escucha, ni suelta la narrativa del antagonismo y no asume que los jóvenes, como los ciudadanos en general, tenemos derecho a cuestionar al poder, la distancia con el pueblo crecerá hasta convertirse en un abismo.

Y los abismos, cuando los abre el poder, siempre los termina pagando la democracia.