Adriana Delgado Ruíz
Tenía 16 años. Pensaba que caminar sola, con mi hija en brazos, era parte de la fortaleza natural que tenemos las mujeres. Qué podía saber entonces de la vida. Habían manipulado mi inconsciencia. Tenía que lidiar con estigmas sociales y culturales que imponen castigos y recompensas basadas en etiquetas, estereotipos y conductas, unas aprendidas, otras autoimpuestas.
Cuando llegas a la edad biológicamente reproductiva en que te vuelves atractiva para el sexo opuesto, el estándar social te impone que busques o aceptes al macho que se presente como el mejor partido, porque tener un buen proveedor es importante. Tu conciencia se autocensura porque nadie confía en ti y en tu capacidad intelectual, productiva y emocional para caminar sola. Eres carnaza para los depredadores
Lo que vivimos y padecimos las mujeres de mi generación dejó huellas profundas de lucha y batallas, algunas perdidas, otras ganadas, pero en cada una recibíamos balas de alto calibre al objetivo de cercenar nuestro espíritu. En ese caminar nos hicimos más sensibles y a la vez desarrollamos una coraza.
Sentíamos la rabia de las desigualdades. Nos asqueaban las miradas libidinosas, pero nos apenaba reaccionar a alguna broma o actitud de acoso, sólo por encajar en un círculo social. La lucha por ascender en la escalera laboral era dura y despiadada. Para tomar ventaja, nos colgaban etiquetas de inentendibles, conflictivas, histéricas o alteradas hormonalmente. Éramos “cachitos buenos” para compararnos en sus estándares de belleza, para cumplir con lo apetecible.
Trabajar horas y horas. Entrega total para ser tomadas en cuenta con la ilusión de entrar en la calle que conduce al reconocimiento profesional y por fin a la igualdad económica. Qué ilusa. Tan solo una copa en la noche bastaba para ahorrarse ese camino. Empresas en que lo importante de un chequeo médico eran las causas de enfermedad en hombres y de ahí en fuera que una mujer no estuviera embarazada.
Aun hoy, el “estás loca” es el grito de la impotencia mental ante la plática sensible sobre los sentimientos o una discusión que termina con la mueca enfadada del macho que aprieta los labios aparentando contener la furia que de cualquier forma muestran sus ojos, como si eso lo detuviera antes de soltar el primer golpe y de ahí la tunda o el feminicidio.
Los clásicos chistes misóginos con la cantaleta de que las mujeres “chingan y chingan y cómo hablan”. Tipos que creen que un papel de unión como contrato les da derecho de tomar a una mujer y satisfacer su momento de placer en sus cinco sentidos o sin ninguno. Discriminación y marginación es nuestro pago por dar vida. Casos de niñas que cuentan entre lágrimas y dolor que algún familiar o amigo las tocó indebida-mente, pero no les creyeron. Las mutilaciones psicológicas de acostumbrase al maltrato por ser mujer.
El empoderamiento de la mujer mata en México. Cómo se atreven a opinar, discutir o argumentar. Y si lo hacen, la repercusión es la muerte laboral. El “niña preciosa” y hasta el “qué bien te ves”, es una forma de enmascarar su inseguridad porque intimida mirar fuerza y voluntad en el rostro de una mujer.
Siento vergüenza de que jóvenes de 18 años tengan que salir a la calle con valentía para defender haber nacido mujeres. Nuestra insensibilidad o determinación en estos momentos les va a dejar a niñas y niños un camino y un futuro. No voy a permanecer inmóvil.