Nombrar la violencia que sostiene al poder.

*La tortura sexual no es un exceso ni un accidente, sino una forma de violencia política. A partir de casos emblemáticos como Atenco y de un análisis histórico y jurídico, este artículo reflexiona sobre el uso del cuerpo como herramienta de castigo y control social, y sobre la importancia de nombrar la tortura sexual como un acto de resistencia frente a la impunidad y la violencia estatal

/ Por Isabel Beltrán Gil/GIASF* /

Nombrar la tortura sexual parece sencillo, pero no lo es. Durante décadas, esta violencia ha sido relegada a los márgenes del lenguaje y convertida en eufemismos que la diluyen: “excesos”, “abuso”, “vejaciones”, “malas actuaciones policiales”. Pero las palabras importan, porque construyen realidades. Y cuando una sociedad evita nombrar la tortura sexual, lo que realmente está evitando es reconocer el poder que la sostiene y las estructuras que la reproducen.

En América Latina, la tortura sexual no es un accidente ni un descontrol: es una práctica que utiliza el cuerpo como escenario de un mensaje político. El cuerpo torturado transmite un mensaje que no se dirige solo a la persona violentada, sino al colectivo que representa. Así, la sexualidad funciona, de acuerdo con la investigadora colombiana Natalia Rodríguez Grisales, como un territorio simbólico que el poder ocupa, humilla y destruye para disciplinar y fracturar. A esta lectura se suma la antropóloga argentina Rita Segato (2019), quien define a estas prácticas como parte de las pedagogías de la crueldad: un régimen cultural que normaliza la violencia y entrena a ciertos sujetos, sobre todo varones formados en jerarquías de desigualdad, a deshumanizar lo vivo y convertirlo en objeto de dominio.

Un ejemplo claro de esta lógica se observa en el caso de la represión en San Salvador Atenco, en Estado de México, donde las fuerzas de seguridad pública reprimieron brutalmente a pobladores. Como documentó la Universidad Iberoamericana Puebla (2024), durante el operativo policial de 2006, la tortura sexual ejercida contra decenas de mujeres no respondió a impulsos individuales ni a “excesos” aislados, sino a una acción sistemática orientada a castigar la protesta social. Las agresiones ocurrieron bajo custodia estatal, en contextos de detención y traslado, y estuvieron acompañadas de insultos, amenazas y mensajes explícitos de humillación. El mensaje no era solo para quienes fueron violentadas: era una advertencia dirigida al movimiento social y a cualquiera que desafiara el orden impuesto.

Esta misma lógica puede rastrearse en contextos históricos previos. Durante la Guerra Sucia en México, los centros clandestinos de detención funcionaron como espacios donde la tortura sexual se utilizó de manera sistemática para quebrar políticamente a las personas detenidas (Monroy León, 2023). Las violaciones, los desnudos forzados y las amenazas sexuales no fueron prácticas marginales, sino dispositivos centrales de control. En estos escenarios, el cuerpo se convirtió en un campo de inscripción del poder estatal, confirmando que la tortura sexual no busca únicamente dañar a un individuo, sino producir miedo, obediencia y desarticulación colectiva.

Estos ejemplos permiten ver con nitidez algo fundamental: durante mucho tiempo, la tortura sexual existió en la práctica antes de ser reconocida plenamente en el derecho, mostrando que el campo jurídico reaccionó de manera lenta y fragmentaria. En los primeros instrumentos internacionales contra la tortura, adoptados a partir de la segunda mitad del siglo XX, la violencia sexual no aparecía mencionada de forma explícita, quedando subsumida en formulaciones generales sobre tratos crueles o inhumanos.

Fue solo a partir de la década de 1990, mediante el desarrollo de la jurisprudencia internacional, que comenzó a consolidarse un reconocimiento más preciso. Los tribunales penales internacionales para Ruanda y la ex Yugoslavia marcaron un punto de inflexión al identificar la violencia sexual como una práctica utilizada deliberadamente para castigar, humillar y destruir colectivos. Posteriormente, la Corte Interamericana de Derechos Humanos profundizó este estándar, estableciendo que cuando la violencia sexual se ejerce con fines de castigo, intimidación o discriminación, constituye tortura (Bustamante Arango, 2014). Esta afirmación no es metafórica: es un estándar jurídico vinculante que obliga a los Estados a investigar, sancionar y reparar este tipo de violaciones graves a los derechos humanos.

La actualización del Protocolo de Estambul (ACNUDH, 2022) refuerza este marco. El manual establece que la violencia sexual constituye tortura cuando provoca sufrimiento severo y es cometida, instigada o tolerada por agentes estatales (p. 24). Asimismo, exige investigaciones inmediatas, independientes y con perspectiva de género, recordando que la impunidad estatal no solo perpetúa la violencia, sino que la amplifica (pp. 71, 140).

Esto implica que la violencia sexual ya no puede ser tratada como un “delito sexual” más, sino como una grave violación de derechos humanos que activa obligaciones reforzadas del Estado: investigar de oficio y sin dilaciones, garantizar la protección y el acompañamiento integral de las víctimas, documentar los hechos con estándares especializados, sancionar a los responsables y asegurar reparaciones que no se limiten a lo penal, sino que incluyan atención médica, psicológica, medidas de restitución, garantías de no repetición y transformaciones institucionales. Cuando estas obligaciones no se cumplen, la responsabilidad estatal no se atenúa, sino que se profundiza.

En México, esta forma de violencia ha sido utilizada como herramienta estatal de castigo y control social. Casos como Atenco (operativo policial contra protesta social, 2006), Valentina Rosendo Cantú e Inés Fernández (mujeres indígenas violentadas sexualmente por militares), y Campo Algodonero (feminicidios y violencia estructural en Ciudad Juárez) lo muestran con crudeza. Las mujeres de Atenco lo expresaron con absoluta claridad: “no era por deseo, era por poder” (Universidad Iberoamericana Puebla, 2024). Y el informe institucional “Tortura sexual: una táctica de control y poder”, señala que más de 47 mujeres denunciaron actos de tortura sexual durante ese operativo policial. Estos episodios no son excesos individuales: conforman patrones de violencia política dirigidos contra cuerpos que resisten, protestan o desafían al Estado.

Esta dimensión política de la tortura sexual se vuelve aún más evidente al mirar hacia atrás. Durante la Guerra Sucia, los centros clandestinos de detención operaron como laboratorios de tortura sexual. Allí, la violencia sexual no era un “exceso”, sino una herramienta deliberada de castigo, humillación y destrucción de redes afectivas, políticas y comunitarias. La sexualidad, convertida en arma, reforzaba el mensaje disciplinario que el Estado mexicano quería enviar: quebrar cuerpos para quebrar movimientos (Monroy León, 2023).

La violencia sexual no irrumpió de manera repentina en la historia reciente. El dossier de Historia Crítica coordinado por Grey y Teixeira de Toledo (2022) permite ver cómo, desde el siglo XIX, los sistemas judiciales latinoamericanos la leyeron a través de nociones de “honor”, “modestia” y “credibilidad”, atravesadas por racismo, sexismo y clasismo. Las mujeres indígenas, afrodescendientes y pobres fueron, y siguen siendo, las menos creídas, las más sospechadas y las más expuestas a la impunidad. Lo que hoy reconocemos como revictimización no es sino la persistencia de esa mirada histórica sobre ciertos cuerpos.

Desde el derecho internacional de los derechos humanos, se subraya que reconocer la violencia sexual como tortura implica que los Estados deben actuar con debida diligencia reforzada: investigar sin prejuicios, acompañar de forma integral y garantizar reparaciones que aborden daños físicos, psicológicos, sociales y comunitarios. No se trata solo de castigo penal; se trata de reconstruir vínculos y de transformar las condiciones que permitieron la violencia (Nuñez Marín & Zuluaga Jaramillo, 2011).

La tortura sexual deja así heridas que no son únicamente individuales, sino colectivas. Produce efectos expansivos: fractura subjetividades, destruye tejidos sociales, erosiona la confianza institucional y genera miedo colectivo. El cuerpo torturado pierde su condición de refugio y se convierte en territorio violado (Rodríguez Grisales, 2015). Y cuando quien violenta es el Estado, el pacto social fundamental, la confianza en que las instituciones existen para proteger y no para destruir, se rompe.

Esto puede observarse con claridad en casos como Atenco, donde la tortura sexual no solo marcó a las mujeres que la vivieron, sino que tuvo un efecto disuasivo más amplio: durante años, la denuncia estuvo acompañada de estigmatización, revictimización y obstáculos institucionales, enviando un mensaje de advertencia a otras mujeres y a otros movimientos sociales. De manera similar, en los casos de Valentina Rosendo Cantú e Inés Fernández, la impunidad inicial y la negación estatal prolongaron el daño más allá del hecho violento, afectando a sus comunidades y profundizando la desconfianza hacia las instituciones encargadas de impartir justicia. Cada expediente archivado, cada negación oficial y cada omisión en las investigaciones reitera un mensaje de impunidad que no cierra heridas, sino que las expande y las perpetúa (Bustamante Arango, 2014; Monroy León, 2023).

Frente a esta realidad, resistir comienza por nombrar. Nombrar la tortura sexual por lo que es: un crimen político, una herida histórica, una estrategia de dominación. Nombrarla es desmontar eufemismos, abrir espacio a la verdad e impedir que la violencia se normalice. La literatura histórica, jurídica y antropológica coincide en algo: cuando cambia el lenguaje, cambia lo que es visible, y con ello cambian también las respuestas posibles (Grey & Teixeira de Toledo, 2022; Núñez Marín & Zuluaga Jaramillo, 2011; Rodríguez Grisales, 2015).

Finalmente, resistir es trabajar en la construcción de la memoria. Recordar no es revivir el dolor: es impedir que la violencia se normalice. La memoria, como muestran los estudios históricos y de derechos humanos, es una forma de justicia y también un gesto de cuidado colectivo. Mantener viva la memoria es impedir que los cuerpos vuelvan a ser territorio de guerra.

Nombrar lo innombrable, en última instancia, es un acto de resistencia. Es afirmar que sabemos lo que ocurre, que entendemos cómo opera el poder y que no aceptamos el silencio como destino. Es decirle al mundo que ningún cuerpo, ninguno, debe ser usado para sostener jerarquías de violencia.

Referencias:  

ACNUDH. (2022). Protocolo de Estambul: Manual para la investigación y documentación eficaces de la tortura y otros tratos o penas crueles, inhumanos o degradantes (Rev. ed.). Oficina del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos.

Bustamante Arango, D. M. (2014). La violencia sexual como tortura. Estudio jurisprudencial en la Corte Interamericana de Derechos Humanos. Revista Facultad de Derecho y Ciencias Políticas, 44(121), 461–502.

Grey, D. J. R., & Teixeira de Toledo, E. (2022). Histories of sexual violence in nineteenth and twentieth century Latin America: An introduction. Historia Crítica, 86, 3–16. https://doi.org/10.7440/histcrit86.2022.01

Monroy León, J. S. (2023). La tortura sexual como dispositivo de poder en la Guerra Sucia. Hechos y Derechos, (74).

Núñez Marín, R. F., & Zuluaga Jaramillo, L. N. (2011). La violencia sexual como una forma de tortura en el derecho internacional de los derechos humanos. Criterio Jurídico, 11(1), 135–164.

Rodríguez Grisales, N. (2015). Cuerpo, sexualidad y violencia simbólica en la tortura sexual. Revista de Estudios Sociales, 54, 81–92. https://doi.org/10.7440/res54.2015.06

Segato, R. L. (2019). Pedagogías de la crueldad. Revista de la Universidad de México. https://www.revistadelauniversidad.mx/articles/9517d5d3-4f92-4790-ad46-81064bf00a62/pedagogias-de-la-crueldad

Universidad Iberoamericana Puebla. (2024). Tortura sexual: una táctica de control y poder. IBERO Puebla. https://www.iberopuebla.mx/noticias/tortura-sexual

***

*Isabel Beltrán Gil es doctora en antropología sociocultural y especialista en antropología forense. Orientó su perfil profesional hacia la recuperación e identificación de restos humanos, el análisis crítico de la muerte violenta en contexto de Derechos Humanos y la dimensión epistemológica de la antropología forense. Es integrante del Comité Investigador del GIASF.

El Grupo de Investigaciones en Antropología Social y Forense(GIASF) es un equipo interdisciplinario comprometido con la producción de conocimiento social y políticamente relevante en torno a la desaparición forzada de personas en México. En esta columna, Con-ciencia, participan miembros del Comité Investigador y estudiantes asociados a los proyectos del Grupo (Ver más:www.giasf.org).

Foto de portada: Mariam Guerrero/ObturadorMX