Nuestros muertos son puras estadísticas.

/ DANIELA PACHECO /

Vivimos en un país en el que cada vez importa menos contar a las y los muertos. La brutalidad empleada en el crimen, la jerarquía de los victimarios y el poder adquisitivo de las víctimas parecen ser las únicas formas en que algunas muertes cuentan y logran llamar la atención de los impartidores de justicia y los medios de comunicación.

Nuestra convivencia cada vez más habitual con crímenes cada vez más violentos, más espectaculares, nos alejan de la empatía y, especialmente, de la necesidad de justicia. Como diría el sacerdote peruano Gustavo Gutiérrez, “hay muertos propios y ajenos”.

Seguramente si no fueran 43, si fueran menos; si su caso no implicara directamente un juicio a todo el régimen de corrupción de Peña Nieto; si no fuera Murillo Karam; si el conductor de Uber no hubiera tomado la foto de Debanhi Escobar sola en medio de una carretera; si Luz Raquel Padilla no hubiese sido quemada, sino asesinada a tiros; si a Abigail Hay no la hubieran matado al interior de una comandancia bajo custodia policial, seguramente, seguirían siendo meras y simples víctimas, de esas a las que se ha hecho común no hacerles justicia, ni mencionarlas ni mucho recordarlas.

Lo cotidiano se torna normal, las muertes de la gente común, de los más pobres, se tornan normales. Así lo hacen también la injusticia, la falta de empatía y el olvido.

Lo más triste es que no son únicamente los gobiernos, las instituciones o los políticos, los que se contagian del desprecio. Nuestra solidaridad está revestida de una terrible doble moral. Todo nos parece normal, ajeno, externo, lejano, si no nos toca personalmente, pero ese desprecio habitual se dirige no sólo hacia las víctimas sino hacia toda la sociedad y nos envilece como personas.

Si no nos mueve la solidaridad, habrá al menos que tener en cuenta que en una sociedad donde reina el desprecio por la vida y la frivolidad, la “mala hora” puede también tocarnos y acabar con nuestros derechos. Decía José Guadalupe Posada, el enorme artista y grabador mexicano, que la muerte es democrática, porque seamos güeros, mestizos, indígenas o negros, el destino inexorable nos lleva a encontrarla en el momento menos pensado. Claro, esa “mala hora” no toca a todos y todas por igual, jamás.

Hablar de solidaridad se convierte en un desafío y muchos optan por la desidia, el desdén o simplemente por ignorar que, junto a nosotras y nosotros, en la vecindad, la colonia y la comunidad, las y los muertos se arraciman y se convierten en estadísticas. Lo grave es que, vaciado y viciado el corazón, casi nadie repara en esa antigua frase: “cuando me toque a mí”.

¿Cuáles son nuestros filtros para que una muerte deba ser contada? ¿Cómo decidimos que una vida es lo suficientemente valiosa o no? ¿Quién lo decide? No dejemos que la espectacularidad y la sevicia de los crímenes se conviertan en la única medida de nuestra ya poquísima empatía.

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