María Idalia Gómez
Gosimai
Era mitad del sexenio de Ernesto Zedillo y la agenda se había transformado, de la crisis económica a la nota roja. De los asesinatos políticos transitamos a las detenciones de empresarios, luego el narcotráfico acaparó la atención y le siguieron la reaparición de las guerrillas, los casos de secuestro y, al final, el conflicto de la UNAM que cerró la huelga con la recuperación de las instalaciones y una decena de acusaciones penales contra algunos líderes estudiantiles. Se volvió común entonces que los medios electrónicos abrieran sus noticiarios con temas sobre juzgados, detenidos y violencia.
En ese contexto, el Centro de Investigación y Seguridad Nacional (Cisen) ya no sólo atendía la agenda de riesgos, también daba seguimiento al Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN) en Chiapas, los fraudes de empresarios, capos y conflictos sociales.
Ante el riesgo de contaminar el trabajo del Cisen con temas de seguridad interior, el almirante Wilfrido Robledo sugirió al presidente Zedillo crear un cuerpo civil federal que construyera una identidad y una mística, que pudiera realizar inteligencia para la seguridad pública y la investigación criminal con autonomía técnica y operativa, pero dependiente de la Secretaría de Gobernación.
El almirante diseñó lo que llamó Policía Federal Preventiva, una estructura que pretendía unificar a las corporaciones federales para concentrar todas las capacidades, tanto operativas-estratégicas como de inteligencia, por lo que se sumarían los agentes de Migración, de Aduanas y Federal de Caminos.
La PFP tenía ocho áreas, entre ellas la de Inteligencia que integraba terrorismo, tráfico y contrabando, secuestros y robos, información y análisis. Las Fuerzas Federales de Apoyo contaban con áreas de reacción y alerta inmediata, operaciones especiales e instalaciones estratégicas, y servicios; y la Coordinación de Seguridad Regional se dividía en seguridad en caminos federales; puertos y fronteras, y zonas federales.
Debían “cumplir con estrictos requisitos para ingresar y permanecer en la institución”. No sólo pasar los exámenes de control de confianza para su selección, sino aprobar evaluaciones periódicas; de no hacerlo, el agente sería removido sin posibilidad de ser reinstalado.
La cabeza sería un comisionado que cumpliría requisitos similares al entonces Procurador General de la República, salvo el título de abogado, y con mínimo cinco años de experiencia en labores vinculadas con la seguridad pública. Sería nombrado y removido por el Presidente de la República a propuesta del titular de Gobernación.
Al final, las instituciones se resistieron y no se incorporó ni Migración ni la fiscal, sólo la Federal de Caminos.
Para llegar a ese punto, el gobierno de Zedillo involucró a los gobiernos locales para comprometerlos no sólo reconocer y apoyar al nuevo cuerpo, sino principalmente para fortalecer y modernizar a sus policías estatales y municipales, y cumplieran con sus obligaciones.
Esto se hizo en el seno del Consejo Nacional de Seguridad Pública, desde donde se acordó la estrategia nacional el 26 de agosto de 1998, y a partir de entonces la Federación incrementó el presupuesto a las entidades para profesionalizar y modernizar a sus corporaciones.
No sólo eso, el Cisen ya tenía antes de crear la PFP, un diagnóstico muy detallado de cada corporación, datos precisos de los principales mandos. Es por eso que se les advirtió que a partir de entonces debían cumplir con la ley, pues de lo contrario saldrían de la institución y se tendría un seguimiento.
El presidente Zedillo ordenó que se incorporara un cuerpo del Ejército para que tuviera capacidad operativa de inmediato, y no esperara un año en que saliera la primera generación del entrenamiento de PFP. Robledo se resistió, argumentando que cada espacio en el que militares fueran asignados, significaría un rezago en la formación de cuerpos civiles.
Fue un éxito en el combate a secuestros, intervenir penales tomados por presos, capturar a capos, hacer operaciones contra el tráfico de armas y liberar la UNAM. Revisar su reglamento nos recordará una carrera policial con méritos y sanciones, una visión de especialización y control.
Pero los tres sexenios subsecuentes, con el argumento de que estaban mejorando a la institución, en realidad la destruyeron. Permitieron el ingreso de mandos sin méritos, se relajó el sistema de evaluación y supervisión, se disminuyó a tres meses y luego, un mes el entrenamiento, y en unos años se cuadruplicó el estado de fuerza. Desarrolló capacidades, pero el resultado fue la fractura y nunca se consolidó una identidad, y ahora, 20 años después, volvemos a empezar, destruyendo todo y bajo una visión militar.