/ Carolina Gómez Vinales /
El huracán Otis ha provocado no solamente daños materiales, sino también consecuencias desastrosas para miles de familias. Primero, la pérdida de familiares y amigos, luego la falta de un techo y daños irreparables en sus viviendas. Esta tragedia es, además, una prueba más de la ausencia de coordinación y la improvisación de las autoridades en todos los niveles de gobierno. Esto indudablemente, va a convertirse en un muy largo proceso de reconstrucción. Y si a eso le sumamos la falta de un plan inmediato para prevenir la catástrofe y la presencia y el control del crimen organizado en Acapulco, tenemos ante nosotros una posible crisis social y económica.
A eso debemos sumarle una crisis de salud pública. Las fotos y videos que hemos visto en los últimos días así lo hacen prever. Después de 10 días de la entrada del huracán Otis, la ciudad de Acapulco no cuenta con suficiente agua potable ni tampoco energía eléctrica. Tampoco hay condiciones para que las plantas de emergencia de los hospitales, que funcionan con diésel, se mantengan encendidas y funcionen las áreas de hospitalización y urgencias de la mejor forma posible. Sabemos que en emergencias de salud pública, la comunicación de riesgos es una acción esencial para salvar vidas.
La respuesta inmediata a la atención de desastres permite que los ciudadanos puedan tomar decisiones informadas para mitigar los efectos de la amenaza. En este caso, por un huracán categoría cinco que fue devastador. La comunicación de riesgos hacia la población utiliza técnicas variadas de comunicación, que van desde los medios de comunicación social a medios de comunicación masiva. Por ejemplo, el Presidente o algún miembro de su gabinete pudo salir en cadena nacional a alertar unas horas antes sobre la peligrosidad de lo que podría acontecer. No me consta, pero dicen que la gobernadora no estaba ni siquiera en Guerrero para tomar medidas inmediatas y evitar la desinformación desde el principio.
La comunicación de riesgos sólo funciona cuando existen canales basados en la confianza entre los que saben (expertos), los responsables (autoridades) y los afectados. Nadie le avisó a la población sobre las necesidades logísticas para resguardarse y cómo prevenir accidentes por la lluvia y los deslaves, por mencionar algunos. Los servicios médicos tampoco tuvieron información para abastecerse con suficientes suministros de emergencias, sacar a los enfermos ambulatorios o, quizás, combustible para la planta de luz.
Existen protocolos en salud pública y de protección civil que nadie puso en práctica. No se instalaron albergues como ocurre de manera regular ante estas situaciones. No hubo autoridad que alertara a las comunidades rurales que tienen menor acceso a las redes sociales o medios de comunicación. Acapulco no fue el único lugar devastado.
No vi ni escuché a la Secretaría de Salud estatal salir a informar sobre las medidas preventivas después del paso del huracán. Por ejemplo, alertar por posibles brotes de enfermedades respiratorias y gastrointestinales por haber entrado en contacto con el agua de una inundación o algún alimento. La falta de agua potable en la zona ha impedido la higiene de las personas y, desde luego, el consumo seguro de este vital líquido. Hay personas que pueden estar expuestas a lesiones que ponen en riesgo su salud, y no sabemos si hay vacunas contra tétanos. También durante y después de un huracán es normal sentir emociones fuertes, por lo que la salud mental es otro riesgo para todo el que sufrió estrés postraumático ante este evento natural.
No será fácil salir adelante sin la coordinación necesaria. Hay resiliencia de los habitantes y solidaridad de los mexicanos. Pero también se necesita compromiso y experiencia.