*
/Verónica Malo Guzmán /
Gustavo Petro exige de otros líderes la claridad que él mismo no conoce. La reclama con tono moral, dedo acusador y superioridad ideológica, como si la confusión, la contradicción y el arrebato fueran virtudes revolucionarias. Desde el poder, Petro no gobierna: sermonea. Y desde el púlpito, todo desacuerdo se convierte en conspiración.
Su presidencia se ha vuelto un catálogo de pifias perfectamente documentadas. No son errores aislados ni malentendidos: son una forma de ejercer el poder. Petro no comunica para explicar; comunica para provocar. No busca acuerdos; busca enemigos. Y cuando los reales no alcanzan, los inventa. La polarización, al final, siempre es más rentable que la autocrítica.
La estrategia es conocida y funciona: dividir para no rendir cuentas. Cada tropiezo se explica señalando a la prensa, a los empresarios, a Estados Unidos, a la derecha, al pasado, al “neoliberalismo”. Nunca al gobierno. Nunca al líder. Nunca a las decisiones propias. El poder, así, se ejerce sin responsabilidad y con aplausos garantizados.
En política exterior, Petro confirma que la imprudencia también puede ser ideológica. Sus descalificaciones sobre la política chilena, al llamar “nazi” a José Antonio Kast por la militancia de su padre, cruzaron una línea básica de respeto diplomático. No fue una crítica política: fue un exabrupto. Y los exabruptos, cuando vienen de un presidente, también tienen consecuencias. El argumento, además, fue selectivo. Porque si los pecados son heredables, habría que recordar que Petro no necesita escarbar en biografías ajenas: él mismo ha reconocido su pasado como integrante del M-19, una guerrilla responsable de secuestros, asesinatos y atentados. Pero ahí el pasado se vuelve romántico, justificable, casi épico. La memoria, como la moral, es flexible.
Para equilibrar el desatino, Petro decidió aclarar lo esencial: Nicolás Maduro es dictador, sí, pero no narco. No hay evidencia -dice- más allá de la “narrativa estadounidense”. Una precisión curiosa: se condena la concentración de poder, pero se absuelve al crimen organizado. El autoritarismo molesta; el narcotráfico, depende quién lo señale.
La relación con la prensa completa el cuadro. Petro acusa, amenaza, hostiga y se victimiza. Señala a periodistas por “mentir”, promueve investigaciones fiscales y judiciales y denuncia censura cuando se le cuestiona. Curiosamente, mientras grita persecución, convierte a los medios públicos en transmisores permanentes de su visión ideológica. La libertad de expresión, al parecer, es solo para el gobierno. En redes sociales, la escena raya en lo grotesco. Mensajes de madrugada, debates improvisados, errores de forma, ocurrencias elevadas a doctrina. No es una estrategia digital: es un desahogo personal con presupuesto público. Gobernar no consiste en tuitear primero y pensar después, pero esa distinción parece irrelevante.
Las instituciones tampoco salen bien libradas. Petro ha usado entidades del Estado como cajas de resonancia de sus opiniones, borrando la línea entre información oficial y propaganda. Cuando el Estado opina, adoctrina; cuando adoctrina, deja de servir a todos. Pero eso, en nombre del “pueblo”, suele pasar inadvertido.
En foros internacionales, el guion se repite. Minimizar al Tren de Aragua o al Clan del Golfo como simple delincuencia común, cuando son organizaciones criminales violentas con alcance transnacional, no es ingenuidad: es toma de postura. Defender delincuentes y confrontar democracias es un gesto ideológico que se disfraza de soberanía.
Comparar centros de detención de migrantes con campos de concentración es el remate retórico. La exageración como argumento. La banalización histórica como arma política. Cuando todo es fascismo, nada lo es. Y cuando el lenguaje se vacía, la discusión también.
No, a Gustavo Petro no le faltan micrófonos. Le sobra ruido. Le falta claridad: para comunicar, para gobernar, para entender que el poder no es activismo y que el Estado no es un mitin permanente. El problema no es sólo Petro. Es la tentación —ya conocida en otros países— de confundir el enojo con proyecto y la propaganda con gobierno.












