ETHEL RIQUELME
Desde Veracruz el 22 de abril, el presidente Andrés Manuel López Obrador se comprometía a dar resultados en seguridad en seis meses. Nadie, menos él, imaginaría que al llegar la fecha su gobierno estaría enfrentando una crisis de grandes alcances justo por inseguridad, que la noticia sería que un hombre armado con pistola y una bomba al interior de un banco, estaría solicitando hablar con él –además de hablar con Dios– y que el registro oficial de homicidios sería el peor en la historia en el país.
Hace seis meses todo era miel sobre hojuelas. El escenario fue la Heroica Escuela Naval Militar en Anton Lizardo, en conferencia de prensa matutina, rodeado por marinos militares que aún creían iban a ser tomados en cuenta para la construcción de un plan nacional de seguridad que hasta la fecha se desconoce y que, de existir, no ha rendido.
Sin embargo, la difícil situación que enfrentaría un semestre después podría haberse predicho fácilmente, dado que el compromiso no surgía de un estudio, de un diagnóstico, de una estrategia, de números y ruta, sino sólo de un discurso que respondía al estado de crisis y terror en que estaba la opinión pública por el asesinato de 14 personas en Minatitlán al introducirse el crimen organizado en una fiesta.
El compromiso de seguridad del presidente que se cumple hoy se debe medir a la luz de las cifras, de los números que tanto promueve el gobierno de la cuatroté cuando se trata de encuestas con resultados de aprobación presidencial, pero también existen los otros números, que miden que revelan, que reflejan y que en cualquier otra latitud serían herramienta de diagnóstico para cambiar la ruta de la estrategia, pero es que en México aún no sabemos siquiera si hay estrategia de seguridad.
Lo cierto es de acuerdo a cifras del Secretariado ejecutivo del Consejo Nacional de Seguridad, el homicidio doloso en el país informa de 25 mil 890 víctimas en el país, más 12 mil 965 por homicidio culposo, con un total de 33 mil 855, la cifra más alta desde que se tienen registro.
Y en términos cualitativos, el plazo llega en medio de la peor crisis que se haya enfrentado en el país contra las fuerzas armadas por la ejecución de un operativo que comprometió la seguridad de los habitantes de Culiacán, que puso en duda la eficacia de los soldados mexicanos al fracasar en el intento de detener a Ovidio Guzmán, hijo del capo Joaquín Guzmán Loera, alias “El Chapo” y comprometió la credibilidad de la institución presidencial al reconocer que cedieron a las presiones y lo liberaron.
Todo eso, sin contar que el propio Secretario de Seguridad Pública, Alfonso Durazo hizo señalamientos abiertos por complicidad contra miembros del poder judicial por no entregar a tiempo órdenes de aprehensión, lo que amerita explicación precisa y por supuesto denuncias.
Hace seis meses ya había focos rojos, las alertas encendían a todo volumen y el gabinete menospreciaba las señales: en los primeros meses de arranque de gobierno 8 mil 900 asesinatos, la cifra más alta para ese periodo en la historia.
Hace seis meses, los analistas ofrecían un diagnóstico en donde celebraban el interés multifactorial del presidente para reducir la violencia y “sosegar al país” basado en acabar con la pobreza, atender las causas sociales, emitir una cartilla moral, ofrecer programas sociales con apoyo a los sectores vulnerables, pero se le insistía a la cuatroté que no se abandonara la vertiente del combate a la delincuencia particularmente cuando la aplicación de leyes de un nuevo código penal acusatorio dejarían en libertad de muchos delincuentes.
Hoy, una cuarta parte de los delincuentes de fuero común en el país son reincidentes justo por esas modificaciones, a nivel nacional el 5 por ciento son del fuero común, pero el crecimiento de los bandas organizadas ya han traído escenas de terrorismo a restaurantes y plazas comerciales de la Ciudad de México.
Hace seis meses, cuando el presidente se comprometió a dar resultados, se presionaba al poder legislativo y la mayoritaria fracción morenista afín al presidente a apresurar la aprobación de la nueva institución que resolvería el tema de inseguridad que atendería, sin combatir, sin atacar y sin violencia, los temas de inseguridad y se acordaba que quizá la única forma de sacar el proceso legislativo sería con la designación de civiles en el frente. Y hasta una convocatoria se difundía en medios sin haber esperado la aprobación legal.
Hoy, la Guardia Nacional aprobada ni tiene civiles, su fundamento es mayoritariamente transitorio, sus reglamentos están en procesos ante la corte, el 80 por ciento de sus miembros son militares, no hay interés ciudadano por formar parte, no tiene recursos ni presupuesto, depende absolutamente de la Secretaría de la Defensa Nacional, sigue como proyecto porque no termina de madurar y aún así, ya produce sus primeros fracasos y disputas por falta de coordinación y envidias.
Hace seis meses, el presidente prometió que su plan para traer seguridad al papis empezaría a dar frutos. Entonces, nadie pensaría que la verdadera Guardia Nacional sería de amas de casa, madres de familias y madrecitas convocadas por AMLO a ser vigilantes de sus hijos mediante una estrategia de dudosa efectividad para desincentivar el comportamiento delictivo, el afamado “fuchi, wácala”.
Ahora sabemos, gracias a la revelación del Secretario de Seguridad Pública, Alfonso Durazo que el plan de la GN programado para un año, tampoco cumplirá, que se llevará no uno, sino tres años y podemos empezar a temer, en ese sentido, que el margen de cinco años para que permanezcan los militares en la dependencia como paso transitorio para ser sustituidos por civiles, tampoco será cumplido