*Transmutaciones.
/ Lucía Melgar Palacios */
Ante la arbitrariedad y la desproporción de las políticas autoritarias, hoy ascendentes en el mundo, quisiéramos pensar que los líderes están o se han vuelto locos.
Desafortunadamente, por más aberrante que parezca, su conducta responde a una lógica de poder, en gran medida coherente con el sistema capitalista exacerbado del siglo XXI, que, sin ser nueva, se ha dinamizado, ya no en regiones vistas como “periferia” del mundo “occidental” sino en éste mismo: la necropolítica o política de muerte, que justifica la estigmatización, degradación y hasta exterminio de poblaciones enteras y, a fuerza de sobreexplotación y mercantilización, va convirtiendo el planeta en páramo inhabitable.
La necropolítica, conceptualizada el politólogo camerunés Achille Mbembe en relación con el colonialismo europeo en África, es una política de muerte que, a partir del control de la población, no sólo determina “quiénes merecen morir” y quiénes vivir (la biopolítica de Foucault) sino que “hace hoy del asesinato de su enemigo su objetivo primero y absoluto, con el pretexto de la guerra, la resistencia o la lucha contra el terror”.
Conducida primero contra poblaciones colonizadas, consideradas “inferiores”, “salvajes” y por tanto desechables, la necropolítica se despliega hoy en distintos grados contra poblaciones, internas o externas, estigmatizadas como “enemigos”, “peligrosos criminales”, “terroristas” o meros “disidentes”. Como nos enseñaron las dictaduras sudamericanas, el “enemigo” puede ser cualquiera. Como vemos en las guerras actuales, o en zonas controladas por el crimen organizado, los Estados y actores que participan de esta lógica, ven (y transforman) a los seres humanos como mercancías desechables o cuerpos matables.
Los autoritarismos extremos no siempre destruyen la legalidad, la moldean de modo que justifique su escalada violenta. El estado de sitio o la emergencia nacional en una guerra, el estado de excepción, les permiten limitar o suspender derechos y garantías, enfrentar al ejército con la población civil o, en lenguaje bélico, “destruir al enemigo”.
Por ello, si no existen situaciones extremas que les permitan imponer medidas represivas, “justificables”, los líderes autocráticos las crean, como ha señalado Ruth Ben-Ghiat, especialista en fascismos. El incendio del Reichstag es un ejemplo clásico; las reacciones al 9/11 en Estados Unidos, con la creación del Patriot Act y Guantánamo y las guerras subsecuentes, constituyen, en mi opinión, otro más reciente.
En el contexto inmediato, la reacción de Trump ante las protestas contra las detenciones arbitrarias de los agentes de migración en Los Ángeles, es autoritarismo exacerbado. En pocos días se ha orientado a crear condiciones para decretar un estado de excepción acorde con su sueño militarista: declaró una emergencia inexistente, impuso a la Guardia Nacional bajo mando federal, contra la voluntad del gobernador de California, y hasta desplegó a la Marina, lo que es ilegal según múltiples observadores.
La desmesura de quien se imagina rey es tal que, tras declarar como de paso que aprobaría el arresto del gobernador Newsom (CNN), despotricó contra éste, sin respeto alguno por su cargo. Ser demócrata y oponerse a las arbitrariedades presidenciales basta para hacer de él un “enemigo”. Observadores como Robert Reich hablan ya de un estado policiaco en ciernes.
El desenlace de esta clara provocación trumpista es aún incierto, sobre todo a la luz del absurdo desfile militar que se regalará el autócrata para su cumpleaños este sábado en Washington D.C. En cambio, la escalada que ha llevado a convertir Los Ángeles en laboratorio militarista-policiaco puede trazarse hilando las diatribas xenófobas y racistas características del presidente y su gobierno (que apelan al racismo estructural y a resentimientos arraigados en la población blanca), con la manipulación del miedo mediante una retórica estridente que configura la presencia latina como peligrosa “invasión” – para colmo atribuida a manipulaciones del gobierno de México- y la protesta pacífica como “disturbios” o “insurrección”; y con la glorificación de las fuerzas policiacas militarizadas, y de las fuerzas armadas mismas, como “salvadoras” de la Nación.
En amplios grupos estos discursos despiertan odios y temores contra quienes son diferentes y, por ende, “peligrosos”. En quienes defienden la democracia y la convivencia pacífica, encienden alarmas por su trasfondo histórico de intolerancia y violencia, su potencia corrosiva. Este admirador de dictadores no está loco. Sus diatribas, contradicciones y ocurrencias no son risibles. Como Putin, Erdogan, Orban o Netanyahu, está implementando medidas autocráticas de manual. Forma parte de un sistema político-económico impulsado por políticas de muerte.
Contra el afán dictatorial de Trump, no bastarán las protestas también organizadas para este sábado (“No Kings’ Day) en Estados Unidos. Tienen, sin embargo, un potencial simbólico muy efectivo y podrían marcar el inicio de una resistencia nacional pacífica organizada.
*Ensayista y crítica cultural, feminista.
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