*Enrique Krauze
“Del poder cabe esperar mucho daño, poco bien”, decía Octavio Paz. Tenía razón, sobre todo en México, donde la psicología presidencial ha sido casi siempre destino sexenal. Cada vez que el azar o la providencia nos han deparado un gobernante mínimamente sensato, el daño ha sido menor.*
Los presidentes más destructivos han sido los que actúan sin consciencia alguna de sus traumas, prejuicios, limitaciones, pasiones. Y sin consciencia de esa inconsciencia. Fue el caso de Gustavo Díaz Ordaz. Su personalidad autoritaria provocaba pavor. No se necesitaba ser Freud para entender que su delirio de persecución subvertiría el orden social que él mismo, supuestamente, quería preservar. Pero nadie en su entorno se atrevió a sugerirle siquiera una reconsideración de sus decisiones irracionales, menos aún el análisis psicológico de sus impulsos agresivos. Sin ser Freud, Echeverría supo leer esos rasgos de su jefe, pero no utilizó ese conocimiento para impedir, prevenir o acotar el daño inminente. Al contrario. Sin importarle el daño, utilizó su conocimiento para manipular al presidente y llegar a la presidencia.
Esa incapacidad para la autocrítica por parte del presidente Díaz Ordaz, esa falta de crítica en el círculo interno, tuvieron consecuencias. La primera fue Tlatelolco, la segunda fue la desastrosa presidencia de Echeverría que a su vez condujo a la delirante presidencia de López Portillo. Un paranoico eligió a un megalómano que eligió a un narcisista.
En los años cincuenta México tuvo un gobernante atípico: Adolfo Ruiz Cortines. Aunque le decían “el viejo” no lo estaba tanto cuando llegó a la presidencia (62 años), pero lo cierto es que había vivido y visto mucho. Era contador, resguardó el Tesoro Nacional que llevó Carranza en su último trayecto, estudió estadística, resultó gobernador de Veracruz, resultó secretario de Gobernación y, acaso por la inelegibilidad de los compañeros de banca de Miguel Alemán, resultó presidente. La política no le apasionaba. “Uno tiene que tragar muchos sapos”. Era discreto y ceremonioso. Sabía distinguir entre su persona y su “investidura” (a la cual le pedía perdón cada vez que decía una leperada). Le gustaba el dominó. Tenía sentido común, sentido práctico y, sobre todo, sentido del humor. No fue corrupto. Dejó en el poder al secretario de Trabajo Adolfo López Mateos, elección adecuada en el contexto sindical que se vislumbraba en los sesenta. La modestia de Ruiz Cortines, su irónica distancia respecto a su propio poder, causaron el gran bien de provocar poco mal.
Lo mismo cabe decir de López Mateos que, con todas sus frivolidades, no tuvo apego al poder (tuvo otras pasiones) y gobernó con el mejor gabinete de la historia contemporánea de México. En una ocasión le comentó a su amigo Manuel Moreno Sánchez: “creí que el presidente podía hacer mucho, pero me he dado cuenta de que no”. Su gran error fue elegir a Díaz Ordaz. Los dos Adolfos tuvieron un final triste: Ruiz Cortines murió sumido en la depresión y López Mateos de una enfermedad cerebral larga y dolorosa.
Hoy nos gobierna López Obrador. Dediqué los primeros meses de 2006 a entender su niñez, su entorno familiar, su educación, su pueblo, su estado, sus ideas y creencias. Al cabo de esos empeños escribí un ensayo que interpretaba su vida como una misión redentora, pero algunos de sus actos recientes rebasan esa (y cualquier otra) tesis ética, religiosa o racional. Su indulgencia con los criminales, su severidad con las víctimas, me resultan tan incomprensibles como su furia destructiva y su desafiante actitud ante la pandemia.
Todos tenemos traumas, prejuicios, limitaciones y pasiones, pero solo uno es presidente de México. Desde el instante en que ganó la presidencia, la psicología de López Obrador se ha vuelto destino sexenal. Lo verdaderamente angustioso es que, en medio de una crisis global sin precedentes, la psicología de quien detenta el poder supremo incide de manera absoluta en la vida de más de cien millones de personas. Nunca antes la vida de tantos mexicanos había dependido, no de tan pocos, sino de uno solo.
Dudo que alguien en su entorno se atreva a enfrentarlo con la realidad, que es radicalmente distinta a su realidad. Él mismo vive inconsciente de su psicología. Y, lo peor, es inconsciente de esa inconsciencia. El resultado está a la vista: mucho daño, poco bien.
Pero las crisis son una lección extrema de democracia. Una sociedad alerta y participativa toma nota para la próxima elección.
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