Queridísimo Ciro

* Retrovisor .

/ Ivonne Melgar /

A las 22:43 horas del 15 de diciembre de 2022 terminó nuestro enlace en vivo desde la Cámara de Diputados con Ciro Gómez Leyva sobre lo que sucedía con el entonces llamado plan B.

Era el segundo reporte que hacíamos en vivo para el noticiero en Imagen Televisión dando cuenta de los enredos de los legisladores por la reforma electoral que, meses más tarde, la Suprema Corte declararía inconstitucional. “Gracias, Ivonne, si pasa algo regresamos”, dijo el periodista al concluir el enlace.

En el recinto parlamentario de San Lázaro la situación siguió sin novedades, pero 27 minutos después, en el sur de la Ciudad de México, un gatillero contratado le tiró a matar a Gómez Leyva.

Los 9 impactos de bala se estrellaron en los cristales blindados de la camioneta que nuestro gran querido Ciro conducía, dejándolo en el desamparo frente a los asesinos a sueldo y los autores intelectuales que le pusieron precio a su vida.

Fue él mismo quien informó del atentado y quien, a la mañana siguiente, narró la crónica de una agresión previamente orquestada y en la que participaron, ahora lo sabemos, al menos 13 personas materialmente encargadas de eliminarlo.

En medio de nuestra polarizada conversación política, las horas siguientes fueron terreno de manifestaciones de cariño, solidaridad, reconocimiento y atención ciudadana sobre la suerte de un reportero indispensable en el relato de nuestras atropelladas transiciones.

“Dígale que en mi casa lo valoramos mucho”, me comentó la señora Evita, trabajadora de la Cámara de Diputados.

La tarde del viernes 16 de diciembre de hace un año, con la gratitud a flor de piel de saber que Ciro seguía ahí, en el escritorio donde noche con noche hilvana celosamente el noticiero, corrí a abrazarlo, a constatar que continuaríamos aspirando a contar, como bien lo dice él, la mejor crónica del día.

Quienes hemos tenido el privilegio de ser parte de Imagen Noticias con Ciro desde octubre de 2016 no teníamos palabras la tarde de ese viernes para expresar el terror que experimentábamos de tan sólo imaginar que aquellos vidrios no hubieran sido a prueba de balas.

Y lloramos. De cariño por ese jefe indispensable en nuestras biografías; pero también de rabia, por la cobardía de un atentado que nos quitaba la tranquilidad; y de gusto, por tenerlo con nosotros. Lloramos de miedo por la acechanza de la muerte; de orfandad en un país donde los periodistas son hostigados, perseguidos y aniquilados; y por la tristeza de confirmar que la violencia criminal seguía siendo el monstruo de nuestra vida nacional.

Sí, lloramos de sabernos orgullosos del aplomo, la mística y la valentía de un Ciro que se preguntaba “¿por qué quisieron matarme?, ¿quién?, ¿quiénes?”.

Ese diciembre confluyeron sentimientos encontrados una vez que el discurso presidencial abonó en un clima de suposiciones ingratas que incluyó el término del “autoatentado” desde el gatillo de intereses oscuros que, si bien, se alegó, podrían ser ajenos al periodista, estarían utilizándolo de pretexto para enlodar al gobierno. Aquel gesto desde el poder congeló cualquier expectativa de acompañamiento en la búsqueda de respuestas. Pero más nos dolió el regateo de éste por parte de personas cercanas a las que creíamos afines en la defensa del bien superior que es la vida y la libertad de expresión.

Hubo, sin embargo, al final, un arropamiento casi plural que apuntaló el reclamo de una investigación que habría reivindicado a una fiscal capitalina más ocupada en vendettas políticas que en darnos la certidumbre todavía pendiente, la de saber que contamos con instituciones capaces de construir una verdad.

Sí, necesitamos la verdad, equivalente a la reparación del daño frente a la vida vulnerada por un sicario cuyo silencio sobre el agresor intelectual ha sido, hasta ahora, superior a la inteligencia y la voluntad del Estado mexicano.

Y, sin embargo, frente a la impunidad, la displicencia y el acoso que desde el poder continúa contra el periodismo que sabe distinguirse de la propaganda oficialista –en cualquier sexenio y de cualquier signo–, Ciro se convirtió esta semana en el blanco de quienes, en un clima más polarizado que hace un año, le reclamaban su diversificada y amplia capacidad de convocatoria, al incluir en sus foros de análisis a los voceros del oficialismo.

No deja de ser paradójico que, en el aniversario de aquella noche de vidrios estrellados, Gómez Leyva sea impugnado por desmarcarse de las cámaras de eco, espacios donde sólo escuchamos a los que coinciden con nuestras perspectivas.

Por fortuna, las coyunturas de la tensión política se diluyen con el tiempo, pero éste no habrá de borrar el legado de Ciro, el reportero que construyó una manera de contarnos el acontecer del día en la televisión, el periodista del olfato afinado, un velador de la memoria como cimiento inequívoco del entendimiento, porque sabe que comprender también es tarea de su oficio.

Pasmada por el impacto de aquel 15 de diciembre, no me fue posible contar en esta columna mi sentir sobre nuestro queridísimo Ciro.

Con el pesar de no haberlo logrado, compartí mi desazón con Roy Rojas, nuestro cómplice en la impecable producción de la que gozamos en el noticiero nocturno. “Es que aún no sabemos cómo procesarlo”, me comentó, “el jueves me hizo una broma y, al pensar que pudo haber sido la última, me dan ganas de llorar”.

“Ay, Roycito”, le respondí, “estuvimos a punto de perder un pedazote de nuestra historia, del periodismo de la transición”.

Hablamos de la inmensa necesidad de consuelo que teníamos. Y Roy concluyó: “Porque pareciera que, de alguna manera, somos parte de ese intento de homicidio”.

Pero fallaron los gatilleros. Y hoy abrazamos su vida y el periodismo que nos une. Gracias, siempre, querido Ciro.

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