/Juan José Rodríguez Prats/
El legislador no dicta las leyes adecuadas; complica las cosas
Juan Luis González-Alcántara Carrancá
Es ya un ejercicio rutinario, pero hay que insistir. Nuestra Constitución es hoy un texto irreconocible. Se han soslayado los principios que le daban coherencia. La continuidad de la filosofía liberal que ha sido su sustento se ha, literalmente, ignorado.
El proceso legislativo con el que se han hecho los cambios, por su apresuramiento, su brutal atropello a la representatividad de la ciudadanía, su rechazo a la racionalidad, los han convertido en los mayores adefesios de nuestro sistema legal. No recuero un periodo con similar actitud depredadora como el experimentado en los últimos años.
Dicho lo anterior, que corresponde al análisis generalizado de los estudiosos del derecho, se impone una pregunta: ¿qué hacer? Lo he escrito en este espacio: aplicar el artículo 136 constitucional: “En caso de que por cualquier trastorno público se establezca un gobierno contrario a los principios que ella sanciona, tan luego como el pueblo recobre su libertad, se reestablecerá su observancia”. Es evidente que el supuesto está dado; sin embargo, como en muchos casos, nuestros ordenamientos carecen de leyes reglamentarias que nos orienten en su aplicación. Es preciso ganar en 2027 mayoría calificada en la Cámara de Diputados y en los congresos locales para declarar la procedencia del artículo de marras.
La oportunidad es única y podría intentarse al instalar un poder Constituyente que elabore, por fin, una nueva carta magna. Esta decisión nos acercaría a nuestras naciones hermanas latinoamericanas para integrarnos al neoconstitucionalismo. Hago audazmente algunas sugerencias.
Nuestra ley fundamental no debe tener más de diez mil palabras (la de 1857 tenía once mil) y referirse a dos temas, como se prescribe en la Declaración de Derechos Humanos de 1789: división de poderes y derechos humanos.
Hemos padecido una ambivalencia para deslindar lo público y lo privado. Es recomendable insistir en la subsidiariedad: tanta sociedad como sea posible, tanto Estado como sea necesario.
El federalismo ha sido una asignatura pendiente que no nos hemos atrevido a definir. Se impone precisar las competencias de los tres órdenes de gobierno. Las abigarradas disposiciones que regulan las facultades y atribuciones tienen tal complejidad, que únicamente ha servido para que se culpen mutuamente de las fallas en el cumplimiento de sus obligaciones.
El derecho electoral, que debiera ser sencillo y accesible, es una madeja de instituciones y ordenamientos que solo provoca incertidumbre y conflictos. Hay que hacer un derecho ajeno a partidismos y que le dé preeminencia a la voluntad ciudadana.
Los más relevantes juristas distinguen principios, leyes, reglas y disposiciones, así como la exposición de motivos, el cuerpo del texto y los transitorios. Por ahí hay que comenzar.
Debemos desacralizar nuestra Constitución. Por ser el fundamento de todo el andamiaje, debe ser sencilla y realista.
Precisar los valores a proteger y las posibles consecuencias en su ejecución son dos ejercicios ineludibles.
Nuestra experiencia es amarga. El parlamento abierto, las consultas, las figuras de la democracia directa han devenido demagogia ramplona para desprestigiar aún más el trabajo legislativo.
Sé que estoy incurriendo en temas de gran relevancia, con más buena intención que erudición, pero estoy convencido que este puede ser el gran tema de la próxima contienda electoral.
Se ha sugerido introducir algunas prácticas de los regímenes parlamentarios al nuestro presidencial, para lo cual se requiere mejorar sustancialmente la calidad de nuestros representantes. Para ello se deben emparejar calidad y consenso en torno a candidaturas idóneas para enfrentar los grandes desafíos. No es un reto reciente, lo hemos enfrentado con éxito en otras ocasiones. Ciudadanía y partidos tienen la palabra. Es una ocasión que sería suicida no aprovechar.