*CON SINGULAR ALEGRÍA .
/ POR GILDA MONTAÑO /
El viernes pasado, tuvo la gentileza la Benemérita Sociedad de Geografía y Estadística del Estado de México, de darme el pergamino Rosario Castellanos, lo cual fue, sin lugar a dudas un premio del que me siento verdaderamente feliz. A ella, la madre de mi amigo Gabriel Guerra, la conocí por él, hace más de cuarenta y cinco años. Mujer asombrosa: poetisa, novelista, diplomática, considerada una de las mujeres mexicanas mas importantes de el siglo XX. Precursora del feminismo. He aquí, lo que escribió en 1973. Esplendido y bien cierto.
A lo largo de la historia (la historia es el archivo de los hechos cumplidos por el hombre, y todo lo que queda fuera de él pertenece al reino de la conjetura, de la fábula, de la leyenda, de la mentira) la mujer ha sido, más que un fenómeno de la naturaleza, más que un componente de la sociedad, más que una criatura humana, un mito.
Simone de Beauvoir afirma que el mito implica siempre un sujeto que proyecta sus esperanzas y sus temores hacia el cielo de lo trascendente. En el caso que nos ocupa, el hombre convierte a lo femenino en un receptáculo de estados de ánimo contradictorios y lo coloca en un más allá en el que se nos muestra una figura, si bien variable en sus formas, monótona en su significado.
Y el proceso mitificador, que es acumulativo, alcanza a cubrir sus invenciones de una densidad tan opaca, las aloja en niveles tan profundos de la conciencia y en estratos tan remotos del pasado, que impide la contemplación libre y directa del objeto, el conocimiento claro del ser al que ha sustituido y usurpado. El creador y espectador del mito ya no ven en la mujer a alguien de carne y hueso, con ciertas características biológicas, fisiológicas y psicológicas; menos aún perciben en ella las cualidades de una persona que se les semeja en dignidad, aunque se diferencia en conducta, sino que advierten sólo la encarnación de algún principio, generalmente maléfico, fundamentalmente antagónico.
Si nos remontamos a las teogonías primitivas que tratan de explicarse el surgimiento, la existencia y la estructura del universo, encontraremos dos fuerzas que, más que complementarse en una colaboración armoniosa, se oponen en una lucha en que la conciencia, la voluntad, el espíritu, lo masculino, en fin, subyugan a lo femenino, que es pasividad inmanente, que es inercia.
Sol que vivifica y mar que acoge su dádiva; viento que esparce la semilla y tierra que se abre para la germinación; mundo que impone el orden sobre el caos; forma que rescata a la materia, el conflicto se resuelve indefectiblemente con el triunfo del hombre. Pero el triunfo, para ser absoluto, requeriría la abolición de su contrario.
Como esa exigencia no ocurre, el vencedor -que posa su planta sobre la cerviz del enemigo derribado- siente, en cada latido, una amenaza; en cada gesto, una inminencia de fuga; en cada ademán, una tentativa de sublevación. y el miedo engendra nuevos delirios monstruosos.
Sueños en que el mar devora al sol en la hora del crepúsculo; en que la tierra se nutre de desperdicios y de cadáveres; en que el caos se desencadena liberando un enorme impulso orgiástico que excita la licencia de los elementos, que desata los poderes de la aniquilación, que confiere el cetro de la plenitud a las tinieblas de la nada.
El temor engendra, a un tiempo, actos propiciatorios hacia lo que los suscita y violencia en su contra. Así, la mujer, a lo largo de los siglos, ha sido elevada al altar de las deidades y ha aspirado el incienso de los devotos. Cuando no se la encierra en el gineceo, en el harén a compartir con sus semejantes el yugo de la esclavitud; cuando no se la confina en el patio de las impuras; cuando no se la marca con el sello de las prostitutas; cuando no se la doblega con el fardo de la servidumbre; cuando no se la expulsa de la congregación religiosa, del ágora política, del aula universitaria.
Esta ambivalencia de las actitudes masculinas no es más que superficial y aparente. Si la examinamos bien, hallaremos una indivisible y constante unidad de propósitos que se manifiesta enmascarada de tan múltiples maneras. Supongamos, por ejemplo, que se exalta a la mujer por su belleza.
No olvidemos, entonces, que la belleza es un ideal que compone y que impone el hombre y que, por extraña coincidencia, corresponde a una serie de requisitos que, al satisfacerse, convierten a la mujer que los encarna en una inválida, si es que no queremos exagerar declarando, de un modo mucho más aproximado a la verdad, que en una cosa.
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