*Zurda .
/ Ruth Zavaleta Salgado /
Ayer se celebró el Día Mundial de la Salud Mental y se cumplieron 19 días de aquel fatídico 22 de septiembre en el CCH Sur, en el que un alumno con problemas de depresión cometió homicidio contra otro estudiante. Frente al temor y la incertidumbre que generó el terrible acto, han sido permanentes las movilizaciones de los alumnos de las diversas Facultades y escuelas que conforman la Universidad Nacional Autónoma de México para exigir medidas de seguridad.
No obstante la inmediata respuesta de las autoridades, mediante la implementación de diversas acciones, hay una que se antoja muy difícil o imposible de resolver en la forma que se exige: el asunto relacionado con la atención especializada a los problemas de salud mental, porque a pesar de que el rector de la UNAM, el doctor Leonardo Lomelí, se comprometió a fortalecer los programas de atención psicológica para la comunidad, es plausible que esta problemática sobrepase la capacidad financiera y atribuciones de la máxima casa de estudios, toda vez que, el hecho del CCH Sur, puede ser sólo el reflejo de la crisis de problemas de salud mental que viven miles de personas, y que por lo tanto, requiere de una urgente política de salud pública por parte del gobierno que encabeza la presidenta Claudia Sheinbaum.
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La salud mental es un derecho humano. Significa que las personas gozan de un estado de bienestar mental que les permite “hacer frente a los momentos de estrés de la vida, desarrollar todas sus habilidades, poder aprender y trabajar adecuadamente y contribuir a la mejora de su comunidad” (OMS). La exposición a factores como la violencia familiar o laboral, el acoso físico y digital, la discriminación, la pobreza, las pérdidas de un ser querido o del estatus social o el divorcio aumentan el riesgo de desarrollar problemas de salud mental, pero, también, algunos factores biológicos, por ejemplo, la genética, el periodo puerperal o posparto, la menopausia y la andropausia.
A nivel mundial, alrededor de 280 millones de personas sufren depresión (OMS, 2021) y uno de cada siete jóvenes de 10 a 19 años experimenta una condición de salud mental (Vos et al., 2020). En la Región de América Latina, la depresión y la ansiedad son dos de las cinco principales causas de años vividos con discapacidad en este grupo de edad, y el suicidio es la tercera causa de muerte entre las personas de 15 a 29 años (OPS: ENLACE, 2021). México no es la excepción, 15.4% sufría depresión (entre ellos, 3.1 millones eran adultos), 19.3% ansiedad severa y 31% ansiedad mínima (Inegi-EMBIARE-2021) y 3.6% sufría ataques de pánico ( UNAM). Del 2022 al 2024, los suicidios crecieron de 8 mil 239 a 9 mil (cifra preliminar del Inegi).
No obstante los datos (atrasados), el estigma social hacia las personas que padecen algún tipo de enfermedad mental, es un factor que impide que busquen ayuda y, por lo tanto, invisibiliza la magnitud del problema. Por otra parte, esto abona a generar que el gobierno no reconozca la crisis y no implemente programas para enfrentarla. Las evidencias son claras, en México existen 3.7 psiquiatras por cada 100 mil habitantes (2018, saludmental.mx), además, “los presupuestos son insignificantes (…) no hay capacitación adecuada a médicos de primer contacto, los diagnósticos son tardíos y los centros de atención especializados son insuficientes” (AMIIF, 2023).
Es en ese contexto que, lo que pasó ese 22 de septiembre en el CCH Sur, tiene que servir para que la sociedad mire el problema de otra forma, porque no sólo sufrimos la pérdida de uno, sino de dos jóvenes que pudimos haber salvado, porque la falta de salud mental no sólo implica depresión, ansiedad y suicidio, sino también actitudes violentas como las de éste terrible caso, pero, por la otra, no debemos perder objetividad, aunque la comunidad universitaria de la UNAM, encabezada por su rector, ya está haciendo lo que le corresponde, la salud mental es un derecho humano de todas las personas, y por lo tanto es el gobierno el responsable de impulsar políticas públicas para garantizarlo.