¿SIRVE EL DERECHO?

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/Juan José Rodríguez Prats/

Los valores morales y políticos no se demuestran (…) simplemente se eligen, se postulan y se defienden
Luigi Ferrajoli

No sé si Claudia Sheinbaum sea en realidad científica, no tengo manera de averiguarlo, ni me interesa. Es más, me tiene sin cuidado. Lo que sí sé –y me alarma profundamente– es que de leyes no conoce “ni la o por lo redondo”. A estas alturas, sería impertinente solicitarle que estudie. Sin embargo, sí tiene la obligación de informarse para no incurrir en agravios a sus gobernados.

Hablemos por tanto del derecho. Es un instrumento, una herramienta que se ha venido perfeccionando con el tiempo, cuando menos en teoría, para corregir a la sociedad. Si ésta fuera perfecta, las normas serían inocuas. En otras palabras, los ordenamientos jurídicos intentan atemperar los males del hombre que deterioran la convivencia social. Para ello se requiere que sean personas virtuosas quienes elaboran las leyes y se encargan de hacerlas cumplir. Kant lo expresa con dos pensamientos: el madero torcido del cual está hecho lo humano y la recomendación de obrar según la máxima individual que se intenta convertir en ley universal. Ahí están los principios jurídicos fundamentales: el reconocimiento del libre albedrío, la existencia de conductas que pueden ser incorrectas y la posibilidad de concebir normas que protejan valores por consenso. De esta manera gobernantes y gobernados pueden diseñar planes y fijarse objetivos.

El derecho es, pues, sentido común que sanciona a quien lo desacata.

En la teoría jurídica se habla también de jerarquías. Esto es, una ley fundamental de la cual parte todo el sistema. Debe ser breve, concisa, clara y sin ambages, para definir y garantizar dos temas: derechos humanos y división de poderes. De las demás materias se encargan las leyes ordinarias revestidas de igual obligatoriedad. Incorporar en ese texto la prohibición de vapeadores, fentanilo, la siembra de maíz transgénico, la protección de animales, no tan solo refleja una supina ignorancia, también convierte a la ley de leyes en un fetiche.

Hay un viejo proverbio, “El hombre no puede saltar fuera de su sombra”. No implica que estemos determinados inevitablemente, sino que debemos reconocer nuestra realidad con dos propósitos, percibir sus consecuencias y la manera de superarlas.

El artículo primero de nuestra Constitución dice: “Todas las autoridades en el ámbito de sus competencias tienen la obligación de promover, respetar, proteger y garantizar los derechos humanos de conformidad con los principios de universalidad, interdependencia, indivisibilidad y progresividad”.

Los jueces que concedieron los amparos y ordenaron la suspensión de los actos reclamados como una medida cautelar acataron ese mandamiento. Lo demandaban quienes, sin causa procedente, habían sido cesados de sus trabajos. Cuando hay claridad no se requiere interpretación, pero sí conciencia del deber. Sin esa condición ineludible todo propósito de superar y resolver los problemas irá al fracaso.

La impartición de justicia y las instituciones encargadas de hacerlo son frágiles. El papel de juez es lo más delicado y difícil de desempeñar. Exige el dominio de diversas disciplinas y de una calidad humana vertical. Pero ahí no está la causa principal de nuestro deteriorado Estado de derecho. Los asuntos que llegan al Poder Judicial son escasos. Las tareas más importantes radican en la procuración de justicia, cuya fase inicial es responsabilidad del Poder Ejecutivo, no en la sentencia, que es la parte final.

Sin un enraizamiento de la convicción de respetar la ley es prácticamente imposible vigorizar la cohesión social. Exige un proceso intenso de culturización que arranca con el ejemplo de los gobernantes. Si lo que escuchamos machaconamente es la cantaleta de que “aquí mando yo y háganle como quieran”, la situación se torna desafiante.

En resumen, el derecho sirve, siempre y cuando todos tengamos la ética para cumplirlo.