Por Álvaro Jiménez Molina, Fabián Duarte y Vania Martínez/Ciper académico
Esta columna desmitifica algunas ideas sobre los niveles de suicidio en Chile y explora por qué los casos han disminuido durante la pandemia. Los autores muestran que, pese a la baja, hay una incidencia considerable de pensamientos suicidas en jóvenes, personas que se sienten excluidas, y en aquellos que no reciben ayuda social. De no tomarse medidas de prevención y apoyo a dicha población, esa disminución inicial podría venir acompañada de un aumento sostenido en los meses siguientes, afirman los autores y la autora.
Los datos presentados en esta columna forman parte de investigaciones en curso. Fabián Duarte encabeza el estudio “Termómetro Social”, una encuesta longitudinal realizada por el Núcleo Milenio en Desarrollo Social (DESOC) en colaboración con el Centro de Microdatos de la Universidad de Chile y el Centro de Estudios de Conflicto y Cohesión Social (COES) [ver ficha técnica de la encuesta aquí]. Fabián Duarte y Álvaro Jiménez desarrollan el estudio “Suicide during the COVID-19 pandemic in Chile” (working paper). Vania Martínez y Álvaro Jiménez actualmente desarrollan la aplicación para celulares “Cuida tu ánimo COVID-19”, plataforma digital que apunta a reducir los síntomas depresivos y el riesgo de suicidio”.
El único problema filosófico realmente importante es el suicidio. Eso afirmaba Albert Camus sobre un acto que nos confronta a la pregunta acerca de si la vida vale (o no) la pena de ser vivida. Sin embargo, como problema social y psicológico, el suicidio tiene menos que ver con una cuestión existencial (el sentido de la vida) que con un intento desesperado de escapar frente a un sufrimiento insoportable (O’Connor y Nock 2014).
Durante la última década, hemos escuchado muchas veces que los suicidios en Chile están aumentando y que comparativamente seríamos campeones mundiales del suicidio. Ambas afirmaciones son falsas. La mortalidad por suicidio en Chile se ha estabilizado durante los últimos años y como país presentamos tasas de suicidio menores al promedio de la OCDE. Asimismo, en el contexto de la pandemia por COVID-19, hemos escuchado que aumentarían las muertes por suicidio en Chile.
Esta discusión se ha basado parcialmente en datos, pero también en predicciones especulativas. Lo que nos muestran las cifras oficiales es que el número total de suicidios en 2020 ha sido el más bajo durante las últimas dos décadas. Y si observamos lo que ha ocurrido en los últimos cinco años, encontramos que en la mayoría de los meses de 2020 hubo menos muertes por suicidio que en periodos comparables de años anteriores.
Fuente: DEIS – Ministerio de Salud. Las cifras de 2019 y 2020 aún deben ser revisadas y validadas.
La disminución en el actual contexto resulta llamativa en un primer momento. No cabe duda de que algunos factores de riesgo del comportamiento suicida podrían verse exacerbados por la pandemia, como el aislamiento social, la desesperanza, o la sensación cotidiana de impotencia. En algunos casos, la situación se podría ver agravada por el aumento del consumo de alcohol y drogas, el incremento de situaciones de violencia doméstica o la reducción del acceso a apoyo comunitario.
Las tasas de suicidio tienden a disminuir en el marco de crisis o desastres socionaturales a gran escala. En estos casos, la experiencia compartida de la crisis podría conducir a las personas a apoyarse mutuamente, fortaleciendo sus vínculos sociales
Por otro lado, periodos de adversidad como el actual, acompañados por una pérdida de oportunidades educacionales (deserción escolar y universitaria por falta de recursos) y un aumento del desempleo y la incertidumbre económica, podrían afectar la salud mental de la población y de este modo aumentar las tasas de suicidio (Reeves y otros 2015).
Finalmente, el temor al contagio, las presiones sobre el sistema de salud, junto a la redestinación de las horas de salud mental a otras labores en la atención primaria, han dado lugar a una reducción del uso de servicios de salud mental. Al mismo tiempo, se ha producido un aumento significativo en el número de licencias médicas asociadas a problemas de salud mental durante 2020.
Todo esto podría constituir una “tormenta perfecta” para el aumento de las muertes por suicidio. De hecho, existen antecedentes de que el suicidio aumentó en Estados Unidos durante la pandemia de influenza de 1918-1919, así como en Hong Kong durante la epidemia de SARS de 2003 (Zortea y otros 2020). Algunos estudios han intentado modelar el efecto del actual brote epidémico en las tasas de suicidio, pronosticando aumentos que oscilan entre el 1% y el 145% (John y otros 2020). Estas cifras muestran que las estimaciones varían considerablemente en función de los países, los supuestos subyacentes a los modelos estadísticos y las restricciones impuestas en cuarentena.
Sin embargo, como lo muestran estudios internacionales basados en evidencia obtenida en epidemias anteriores, no es tan extraño que en períodos de pandemia y crisis disminuya la cantidad de suicidios (Zortea y otros 2020). De hecho, las tasas de suicidio tienden a disminuir en el marco de crisis o desastres socionaturales a gran escala. En estos casos, la experiencia compartida de la crisis podría conducir a las personas a apoyarse mutuamente, fortaleciendo sus vínculos sociales. En la situación actual, la expansión acelerada del virus podría también alterar nuestras percepciones de la salud y la muerte, haciendo que la vida nos parezca más valiosa, la muerte más temible y el suicidio menos probable.
Pese a que la baja en el número de suicidios pueda parecer auspicioso, esto no quiere decir que no haya que preocuparse por el tema. El problema es que a esta disminución inicial del suicidio puede seguir un aumento sostenido en los meses siguientes. No debemos olvidar que el suicidio no es simplemente un acto individual, sino un hecho social que interroga la vida colectiva. El suicidio refleja el peso de las desigualdades sociales y materiales sobre las condiciones que hacen que una vida sea experimentada como digna de ser vivida. Como muestran los datos de una encuesta que hemos venido aplicando desde mayo, la realidad chilena no escapa a esta lógica.
ENCUESTA TERMÓMETRO SOCIAL: UNA VIDA DIGNA DE SER VIVIDA
El Núcleo Milenio en Desarrollo Social (DESOC) ha monitoreado desde mayo el estado de salud mental de chilenas y chilenos mayores de 18 años a través de la encuesta longitudinal Termómetro Social. En columnas anteriores nos preguntábamos por los efectos de la triple crisis social, sanitaria y económica sobre la salud mental de los habitantes del país, subrayando que el brote de COVID-19 se acompaña por una alta incertidumbre económica en los hogares, la cual se asocia significativamente a la presencia de síntomas ansiosos y depresivos entre las personas (ver columna 1 y columna 2; Duarte y Jiménez, en evaluación).
Los resultados de la cuarta versión del Termómetro Social, realizado entre septiembre y octubre de 2020, muestran que 6,7% de los participantes (7,4% hombres vs 6% mujeres) declara haber presentado pensamientos suicidas o autolesivos durante las últimas dos semanas (es decir, haber pensado en autoagredirse o quitarse la vida algunos días o casi todos los días). Los resultados muestran también que las ideas suicidas son más frecuentes entre los jóvenes de 18 a 35 años en comparación a los mayores de 60 años (10,7% vs 6%, respectivamente), entre quienes se sienten excluidos o aislados en comparación a quienes no se sienten de este modo (22,5% vs 1,6%), así como entre quienes perciben un bajo apoyo social en comparación a quienes perciben un alto apoyo social (12,9% vs 2,9%).
Desde una perspectiva socioeconómica, los pensamientos suicidas son más frecuentes entre quienes viven en hogares con ingresos menores a $ 540 mil en comparación a quienes viven con un ingreso familiar mayor a $ 940 mil (7,1% vs 2,9%). Asimismo, un 16% de quienes se sienten bastante o muy sobrecargados por deudas presentan ideas suicidas, mientras que sólo un 4% de quienes no se sienten sobrecargados o no tienen deudas presentas este tipo de pensamiento.
Estamos frente a un escenario dinámico y desconocemos aún las consecuencias de la pandemia sobre el comportamiento suicida. El desenlace dependerá de nuestra capacidad de respuesta
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En esta misma línea, los pensamientos suicidas son más comunes entre quienes declaran que la situación económica de su hogar es peor o mucho peor en comparación a antes de la pandemia respecto a quienes declaran que su situación económica es igual o mucho mejor (11% vs 4%, respectivamente). De hecho, quienes tienen una expectativa de reducción del ingreso del hogar durante los próximos tres meses presentan una carga cinco veces mayor de pensamientos suicidas y autolesivos respecto a quienes tienen la expectativa de que sus ingresos subirán o se mantendrán (20% vs 4%).
El hecho de que los pensamientos suicidas y autolesivos sean más elevados entre los adultos jóvenes y las personas que experimentan mayor vulnerabilidad social y económica refleja patrones socioeconómicos habituales. Sin embargo, resulta preocupante que sólo 17,2% de las personas que presentan pensamientos suicidas o autolesivos ha logrado acceder a tratamiento durante los últimos meses, lo que confirma que en nuestro país un gran porcentaje de personas en riesgo suicida no recibe ayuda profesional.
LA IMPORTANCIA DE PREVENIR
El suicidio es un fenómeno complejo y multifactorial. Sin embargo, se trata de una causa de muerte prevenible. Desde 2008 Chile cuenta con un Programa Nacional de Prevención del Suicidio, el cual incorpora acciones para fortalecer la detección precoz y derivación del riesgo suicida en la red de salud. En el actual contexto de pandemia, estas acciones pueden ser potenciadas a través del uso de internet y las plataformas digitales [ver aplicación para celulares desarrollada por Núcleo Milenio Imhay]. Pero esto no será suficiente si no logramos aumentar el presupuesto destinado a salud mental (alrrededor del 90% de los suicidios está relacionado con trastornos mentales), focalizando los recursos en la atención primaria de salud.
Por otro lado, el suicidio es un fenómeno altamente sensible a las fluctuaciones de las condiciones sociales y económicas, y como hemos subrayado, ciertos grupos presentan una mayor superposición de riesgos y vulnerabilidades. Por lo tanto, las medidas sanitarias deben ser acompañadas por políticas sociales que apunten a fortalecer las redes de protección de las personas que se enfrentan a dificultades económicas, proteger los puestos de trabajo y ayudar a las personas desempleadas a reintegrarse al mercado laboral.
Los pensamientos suicidas son más frecuentes entre quienes viven en hogares con ingresos menores a $ 540 mil en comparación a quienes viven con un ingreso familiar mayor a $ 940 mil
Como parte de las estrategias de prevención debemos evitar también la circulación de relatos sensacionalistas, los cuales no sólo simplifican la complejidad del fenómeno, sino que también pueden generar ansiedad entre las personas. Ahora bien, esto no nos puede hacer olvidar que es probable que las consecuencias de la pandemia sobre la salud mental alcancen su punto máximo con posterioridad al brote epidémico.
Estamos frente a un escenario dinámico y desconocemos aún las consecuencias de la pandemia sobre el comportamiento suicida. El desenlace dependerá de nuestra capacidad de respuesta. Debemos multiplicar nuestros esfuerzos a través de políticas públicas anticipadas y bien fundamentadas. De otro modo seguiremos llegando tarde ante la dolorosa experiencia de individuos que sólo encuentran en un acto extremo la posibilidad de detener un sufrimiento que carece de soportes sociales o de un lugar de palabra.