- El Ágora
/ Octavio Campos Ortiz . /
Personalmente no creo en las encuestas, desde el 2000 las casas demoscópicas se han equivocado sistemáticamente. Peor aún, en los últimos tiempos se han pervertido y vendido al mejor postor, crean estadísticas como trajes a la medida y sin ningún rubor complacen al cliente, más allá de ideologías, candidatos o partidos. Sin embargo, los medios y la opinión pública creen a pie juntillas la información que reciben o mandan levantar. Lástima, porque diarios y cadenas de televisión empeñan su ya de por sí cuestionado prestigio en aras de vender.
Sería muy lamentable que la infodemia o post verdad que generan tenga un efecto definitorio en los votantes, porque lo único que pretende esta guerra de cifras es confundir al electorado y alimentar el mito de que como ya se sabe quién va a ganar, para qué ir a las urnas; otra leyenda urbana que alienta la resignación social -no muy alejada de la realidad y escenario posible en las próximas elecciones-, es que desde el gobierno se fragua la imposición del próximo presidente, así como de muchos de los legisladores y alcaldes, lo que incrementa el abstencionismo y la apatía por cumplir con un deber ciudadano. Eso es lo único que logra la proliferación de las muestras estadísticas.
Las encuestas debieran cumplir con su objetivo fundamental, ser una fotografía del instante político y no suplir a las elecciones mismas. Si los estudios demoscópicos fueran la representación de la realidad, no tendrían razón de ser los procesos electorales, los gobiernos se ahorrarían miles de millones de pesos en la organización de los comicios. En vano la ciudadanización del órgano electoral. Las empresas encuestadoras -si se atuvieran a prácticas éticas-, tendrían que volver a su función primigenia que es aplicar cuestionarios entre grupos sociales -en este caso mayores de edad-, para hacer un diagnóstico y mapear el humor social, lo que sirve a institutos políticos y aspirantes para pulsar el ánimo de los sufragantes. Los encuestados o focus group ofrecían tendencias para afinar estrategias electorales, ofertas de campaña y propuestas de políticas públicas de futuros programas de gobierno. Los resultados eran entregados al cliente y se respetaba la confidencialidad.
Pero mercenarios dueños de casas encuestadoras y el mercantilismo de los propietarios de medios de comunicación propició una guerra entre partidos para ganarse a la opinión pública, no con la intención de difundir ideologías o generar el debate político, sino para vender candidatos y, con estudios sesgados y centaveados, sembrar en la ciudadanía dudas o desconfianza hacia los opositores. Desde entonces los ciudadanos, los votantes, han quedado como rehenes de los intereses del gobierno en turno, de las ambiciones políticas de los líderes de los partidos y de anodinos candidatos, a quienes lo que menos les interesa es hacer propuestas o convencer al electorado de un programa que realmente resuelva los problemas nacionales que afectan el entorno personal y social de los mexicanos. Ya instalados en el poder imponen proyectos políticos y no políticas públicas.
Poco a poco se desdibuja el ejercicio democrático de cumplir en las urnas con un deber ciudadano, la encuestocracia -si se permite el término-, se convierte en un poder fáctico coludido con las administraciones en turno y alienta la apatía, el abstencionismo y el conformismo social. Las elecciones de Estado, la intervención del crimen organizado en los comicios y los fraudes electorales se presentan como destino manifiesto. Si el sufragante permite, por resignación, indolencia o valemadrismo que se imponga nuevamente la dictadura perfecta y caer en un régimen totalitario, tendremos el gobierno que merecemos. Después no nos quejemos.