HEMISFERIOS
Rebeca Ramos Rella.
En 2018, las feministas, los grupos y colectivas de mujeres, las expertas, las activistas y promotoras de los Derechos Humanos de las Mujeres y Niñas, festejaban; se abrazaban emocionadas.
La victoria arrasadora de un movimiento de izquierda se estaba alzando en las urnas y el proyecto de Nación que se había planteado desde años atrás, por fin había consolidado el triunfo que, sin duda, también significaba para el movimiento feminista nacional, una enorme conquista.
Estaban seguras de que, ahora sí, las grandes reformas con Perspectiva de Género y de Igualdad, impulsarían las políticas públicas, los recursos y presupuestos, el fortalecimiento de las instituciones encargadas de cerrar la brecha de desigualdad contra las mujeres, prevenir, atender, sancionar y ganar la batalla contra las violencias, los feminicidios, las desapariciones que estaban ya, al alza en ese año.
Había llegado la hora de las mujeres y de sus derechos, libertades y el reconocimiento a su dignidad humana; el respeto y la garantía de su empoderamiento.
Morena iba a destrabar y a resolver, lo que los gobiernos anteriores surgidos de otros partidos no habían querido o no habían avanzado ni aterrizado efectivamente en la realidad de millones de mujeres en el país.
Las banderas de la causa iban a descansar; ya no sería necesario salir a las calles para exigir la acción contundente del Estado contra las violencias contra las mujeres.
Además, el gobierno federal se había propuesto integrar su gabinete con paridad de género. Referencias fueron dos destacadas feministas: una, en la Secretaría de Gobernación y otra ganadora en la Jefatura de Gobierno de la Ciudad de México.
Por fin las mujeres – de izquierda, las genuinas feministas- habían llegado al poder. Los Congresos locales y el Federal, por primera vez en la historia nacional, estaban conformados por la mitad de legisladoras.
Tras tres siglos de lucha feminista, por la Igualdad, los derechos y el avance de las mujeres y décadas después de aquél emblemático 17 de octubre de 1953, las mujeres estaban ya en la cima de la toma de decisiones.
Viví de cerca la euforia de mis amigas feministas, pero siempre recordé y compartí la experiencia padecida en el 2002, cuando trabajé de cerca con mujeres de primer nivel y de izquierda, en el entonces gobierno de la gran capital.
Recuerdo una queja recurrente de las encumbradas de ese tiempo quienes, al salir de una reunión de ese gabinete, coincidieron: “Ay este hombre machista, tan autoritario que no escucha”. Hoy lo olvidaron porque todo es alabanza, subordinación y desmemoria.
Pero y ¿Qué hombre de poder no lo era entonces, no lo ha sido siempre y no lo sigue siendo hasta hoy?
En mi largo andar en los pasillos y tras bambalinas del poder político, del local y del nacional, he escuchado en corto y en los cafés, las crónicas y las quejas de las empoderadas.
Emergen las lamentaciones que abundan, pero se niegan en público, porque no les conviene, porque se los toman a mal, porque las congelan si se expresan, porque es más grande la ambición que la integridad, porque las convicciones se estrellan contra la codicia de más poder, porque el miedo invade y la incongruencia se asume.
Por centurias los hombres se han negado a compartir el poder y ahora que deben, por ley y por derecho, repartirlo y tolerar la competencia entre iguales -con las mujeres-, les duele y reniegan.
Pero el sistema político no ha sido reformado de ninguna manera que excluya las prácticas autoritarias de los varones jerarcas sobre las mujeres.
Los empoderados han sabido cómo someter, cómo presionar, cómo manejar el ascenso de las mujeres. Han encontrado la cuadratura al círculo.
Con base a las leyes vigentes y porque no les queda otra, gracias a la presión perseverante del movimiento feminista y de algunas mujeres políticas íntegras en su vocación feminista, los varones se ven obligados a respetar la paridad numérica de género en candidaturas, en cargos de elección popular, en puestos en el servicio público que ahora deben de ser 50- 50, acorde a la Paridad en Todo, ya constitucional, pero al final, reproducen la verticalidad del ejercicio del patriarcado imponiendo una indispensable “disciplina” que en los hechos y en las acciones, no es más que la sumisión y la obediencia muda.
Y a muchas de ellas, las empoderadas, con debidas pocas excepciones, no les queda de otra más que acatar lo que se les ordena desde la cima, sin importar que ello implique negar su preparación, su formación profesional, sus conocimientos, sus convicciones feministas, su dignidad humana, tal como hemos visto en la recién graduada Secretaria de Gobernación, en lamentable exhibición de subordinación ciega y negación de sí misma y tal como lo aseveró recientemente la antes admirada Directora del Instituto Nacional de las Mujeres: “En política hay que aguantar vara igual que los hombres y no victimizarse porque hay que diferenciar entre violencia y política y esta última es pinche”.
¡Vaya! He creído que en el diccionario de las mujeres feministas no existe ni debe consentirse el verbo “aguantar”, porque eso es precisamente lo que nos han enseñado desde niñas, uno de los mandatos sociales del patriarcado que es que las mujeres debemos aguantarnos, callarnos y obedecer.
Sin extenderme más en las lamentaciones, arrepentimientos y decepciones de las feministas y activistas, de las expertas, colectivas, activistas y defensoras de los derechos de las mujeres y niñas que, a 5 años ya, se podrían acumular en montañas, hoy estamos ante una gigantesca paradoja.
Por vez primera en la historia de México, es seguro, vamos a tener una Presidenta de la República. Una mujer va a llegar a la primera silla y desde ahí, tomará las decisiones que nos afecten, para bien o para mal, a todas y a todos.
Lo habíamos soñado muchas veces; por años y años, desde las precursoras hasta hoy, lo habíamos visto muy lejano. La lucha feminista vislumbraba enfrente todavía un sendero rocoso de más 200 años para lograrlo.
Era casi imposible que se dieran las condiciones políticas, sociales, culturales, económicas para que una mujer pudiera competir y ganar la Presidencia.
Más cuando en 2016, en la cuna de la democracia y faro en el orbe, en Estados Unidos, los colegios electorales optaron por votar por un bravucón machista, misógino e ignorante como Donald Trump, por encima de Hillary Clinton una mujer experimentada, preparada y brillante. Prefirieron al payaso antes que votar por una mujer de Estado. Y pueden volverlo a hacer.
Además, cabe mencionarlo aquí, en mi opinión y en análisis riguroso, he considerado muy, pero muy complicado que las mujeres algún día pudieran arribar al poder supremo porque, además de todo lo anterior, las mujeres políticas se niegan a cambiar su cultura de vida y practican la anti-sororidad, la descalificación sexista, los celos, la envidia y todo lo que significa la rivalidad histórica entre mujeres, que pide Lagarde, de una vez borremos de nuestras vidas y de nuestro Pacto entre mujeres.
Pero ese milenario pleito, aún corre por las venas de muchas mujeres y peor, de varias de las que se asumen y se glorifican como feministas por fuera pero que, en corto y bajo la mesa, son más misóginas, facciosas y machistas que los hombres; sobre todo, cuando llegan a posiciones de poder político o de toma de decisiones.
Hay constancia de sus modos, intenciones y farsas que, tanto la que escribe como muchas compañeras hemos padecido en la causa, como cabezas de equipo o como colaboradoras.
Estas experiencias, terminaban en la misma reflexión: “Si siguen así, las mujeres nunca llegaremos al poder”.
Pero el 2024, nos va a brindar la ruptura del maleficio machista y esperemos del antisororo, que ha empuñado nuestro sistema presidencialista, hoy y desde 2018, más que recargado en un hiperpresidencialismo con serios rasgos populistas y autoritarios regresivos.
En otras palabras, justo cuando casi se ha acariciado cada mañana, la tentación de reeditar un suprapresidencialismo en algo parecido al de los 60’s y 70’s, con un macho alfa o tlatoani en Palacio Nacional, es cuando se erige la extraordinaria posibilidad de que una mujer ocupe la icónica silla del águila, tan venerada hoy por la élite gobernante y, hay que reconocerlo, por la mitad del padrón electoral.
Cabe la pregunta a esas mujeres extraordinarias y coherentes feministas de cepa y colectivas activistas ¿Cómo te sientes y qué piensas de que, como nunca antes en la historia de México, hay posibilidad real de que una mujer sea la primera Presidenta de la República en 2024?
Y esas mujeres inquebrantables en sus convicciones, creo que no pueden contestar con júbilo, no del todo.
Ya tenemos la experiencia de la Paridad Legislativa, a nivel nacional y estatal. Ya sabemos que nos falta mucho para lograr ese lagardista Pacto entre Mujeres, la Sororidad que vuelvo a mencionar.
Pero, sobre todo, ya sabemos que la paridad de 50-50 no garantiza que la mayoría de esas mujeres empoderadas genuinamente trabajen, legislen, gobiernen y sirvan a la otra mitad de la población con entero compromiso, conocimiento, congruencia, empuje y efectividad en la Perspectiva de Género y para la Igualdad entre mujeres y hombres, en leyes y políticas públicas.
Ya sabemos que la cantidad no es lo mismo que la calidad. Ya sabemos que el hecho de que haya más mujeres arriba no necesariamente asegura que ellas se desenvuelvan con la verdadera conciencia de género y que desde su ubicación de mando hayan trabajado sin subordinación, en beneficio de los derechos y libertades de las mujeres.
Y lamentablemente la muy posible candidata y quizás ganadora, gracias a la máxima y última decisión y total respaldo de uno o del “uno”, hace rato abandonó en las vallas metálicas, en los silencios, omisiones y descalificaciones al movimiento y a las causas, sus principios y labores pasadas en favor de las mujeres, de las niñas, de las feministas y organizadas.
Nada han tenido de racionales, feministas y equilibradas sus justificaciones cuando se ha agredido y violentado verbal, legal, política y psicológicamente a las mujeres organizadas, a colectivas y a feministas; a profesionales, juezas, periodistas, políticas, mujeres empoderadas desde el púlpito supremo, ni cuando se ha descalificado a las defensoras y activistas como “guerrilleras, anarquistas y subversivas…hasta conservadoras”.
De manera que, en el caso de llegar esta mujer empoderada por el oficialismo, me atrevo a proyectar un escenario donde la subordinación, obediencia ciega, muda, sorda y leal a los designios del patriarca sería, otra vez, la gran muralla, para que se respetaran y se garantizaran plenamente los Derechos Humanos de mujeres y niñas, en todo ámbito.
Ojalá me equivocara, pero ha insistido ella misma que la indicación es la continuidad. Nada habría que festejar.
En el otro frente, afortunadamente hay otras dos mujeres contendiendo por liderar el contrapeso a la nomenclatura gobernante.
Una de ellas ha sido la gran revelación que ha logrado despertar del desaliento a millones que no comulgan con el predicador y su feligresía y menos con la destrucción generalizada de lo bueno y perfectible que teníamos.
Con una biografía de esfuerzo, determinación, valentía e inteligencia, resalta sus orígenes, sus andares sinuosos y sus logros; sus sueños realizados y posibles y seduce con su carisma, sencillez, simpatía y personalidad accesible, lejos del acartonamiento y seriedad de las y los políticos profesionales de antaño y muy distante de la letanía resentida, farsante y polarizadora del oficialismo.
La frescura y la holgura le han ganado un tsunami inesperado de simpatizantes en pocas semanas, al grado de que, poco importa si domina los temas de la agenda nacional, si usa los conceptos adecuados, si carece de larga trayectoria y experiencia en el servicio público, si rompe las formas rígidas republicanas, si usa palabras altisonantes o si no lee e improvisa adecuadamente.
De la noche a la mañana todo mundo está hablando de ella, hasta en la primera tribuna que la encumbró a los cielos sin pensarlo y que ahora desde ahí la ataca porque es evidente que se ha convertido en una lideresa popular, genial, cercana, una mujer del pueblo “bueno” que es exitosa porque se forjó un destino de la nada desde niña, como millones de mexicanas y mexicanos.
Abrazada por un partido moralista, ortodoxo, elitista, sin militancia formal, identificada más como representante ciudadana, ha logrado convencer su apoyo y en la línea ideológica, también ha conseguido el respaldo del otro extremo.
Sin embargo, considero que falta que profundice más, en el toque feminista, con la documentada visión de la igualdad entre mujeres y hombres que se espera de una muy posible candidata presidencial competitiva desde la oposición.
Tiene la noción, la vivencia, la sobrevivencia, pero ojalá se rodee de mujeres expertas feministas; que las escuche y la ayuden a mostrarse como una mujer empoderada con plena conciencia de género, sin dobleces, para que las feministas, colectivas y mujeres organizadas la sientan como la abanderada de las causas.
Otra de ellas es una auténtica mujer de Estado con trascendencia en el movimiento feminista y lideresa disruptiva en sus tiempos mozos; una extraordinaria oradora, legisladora, servidora pública, con trayectoria notable, pero que carga a cuestas con toda la herencia de lo mejor y de lo peor del pasado que precisamente dio pie a la asunción de la regresión autoritaria o como lo llama ella, “un accidente de la historia” que hoy todo México está sufriendo, precisamente porque su partido lo permitió.
De las tres es la que posee el perfil y el acervo más sólido para ser Presidenta de este país. Es quien más ha trabajado mano a mano de alguno de los diversos feminismos que existen. Sobre todo, en el Poder Legislativo.
Pero como muchas mujeres empoderadas por el partido ex hegemónico, tuvo que amoldarse, adaptarse a un sistema hiperpresidencialista que sobrevivió hasta el 2000, donde los hombres imponían su voluntad. Nunca la dejaron ser Secretaria de Gobernación, ni dirigente nacional de su partido.
En sus mejores tiempos, los machos, sus correligionarios la detestaban, la criticaban, le temían, pero todos la admiraban, precisamente por ser una política completa y excepcional, pero al fin una mujer lideresa, a quien les costaba doblegar y superar. Esto me consta.
Quizá por su hoja de vida política, es que ella remarca en todo momento que hay que reformar al poder y refundar al sistema, porque ese sistema vertical, autoritario, patriarcal, machista, excluyente, unipersonal, que hoy le significa un lastre, insisto, parecido al hoy resucitado con creces, la sacrificó varias veces, por ser quien es y por ser mujer.
En este contexto es que, en 2024, habrá una mujer en la Presidencia de la República. Una de las tres tendrá ese honor, esa oportunidad y esa magna responsabilidad.
Hoy, todo mundo se pregunta si México está preparado para que una mujer nos gobierne. Ya ese cuestionamiento entraña una discriminación sexista y entre líneas deja inmersa la aceptación de que nuestro país sigue siendo machista, donde el poder superior sólo lo puede detentar alguien con pene y testículos, de ahí si estamos listas y listos para el gran cambio.
El actual Presidente quiere pasar a la historia también, como el primero que abrió esa posibilidad con su aspirante favorita, la casi candidata oficial.
La oposición también sella su aportación en este parteaguas histórico porque ha superado sus ambiciones, intereses de grupo y personales, sus fobias y rencores y está impulsando, en conjunto con la sociedad civil, a dos mujeres de distinto perfil, disruptivas en sus entornos partidistas que, aunque compiten, al escucharlas se complementan muchísimo. Ojalá se sigan apoyando tras el día 3 de septiembre.
Para las causas de los feminismos en México, las tres tienen muchos peros y también cualidades; sin embargo, la cuestión en la reflexión de cada una de nosotras es analizar quién será la menos subordinada al poder suprapresidencialista que pretende seguir mandando, decidiendo e imponiendo desde fuera.
La oficial definitivamente no creo, por eso está ahí, arriba en sus encuestas internas. Pero ya sentada podría desmarcarse. Es incierto esto.
En ese escenario no esperarían mucho las feministas; ni golpes de timón, ni restablecimiento de los presupuestos con PEG, para estancias infantiles, refugios, alertas de género, búsqueda de desaparecidas, educación, salud, fortalecimiento de instituciones, leyes, reformas; sería improbable que ella diera marcha atrás en decisiones y en políticas públicas que han afectado a millones de mujeres, madres, niñas y jóvenes, porque su compromiso no es, hasta ahora, con las mexicanas, sino con su tutor. Esto ya lo hemos comprobado, desgraciadamente.
Y enfrente, quién de ellas, siendo una mujer, podría derribar la desconfianza por la sumisión al patriarcado que prevalece en el sistema político y en la sociedad. Quien de ellas haría valer su liderazgo, su ideario y sus convicciones por encima de los hombres de poder que comandan y deciden en los partidos de oposición.
Quién de ellas garantiza que, siendo mujer, actuará, se conducirá, trabajará por la Igualdad entre mujeres y hombres, contra las violencias, contra la discriminación, además de atender todos los asuntos estratégicos de la agenda nacional.
Quién de ellas se compromete de verdad y cumplirá a las mujeres, a las madres, a las organizadas y a las feministas.
En anteriores Hemisferios siempre he reiterado que las mujeres empoderadas reproducen conductas y vicios del patriarcado porque simplemente no han sabido, no han querido, no se han percatado o consensado cómo construir, definir ni implementar la forma en que las mujeres en el poder y con poder, deben ejercerlo con Perspectiva de Género, es decir, gobernar, representar, servir impulsando el feminismo como modelo y cultura de vida.
De manera que quien sea la próxima Presidenta tendrá la gran prueba de lograr ser, si quiere, una mujer con conciencia de género que gobierne y resuelva también las demandas de la otra mitad de la población con ese enfoque.
Tendrá que derrumbar paradigmas, prejuicios, mañas y vicios del sistema político vertical androcéntrico.
Ya sabemos que ser mujer y estar en la cima del poder, no garantiza que las causas feministas se materialicen; vaya ni siquiera las observamos distintas a los jerarcas varones en su actuar, ni hacia arriba, ni hacia abajo, terminan en la subordinación, en la obediencia a ellos y, en la traición y en la rivalidad contra otras mujeres.
Mucho se celebrará que gane una mujer la Presidencia de la República. Vociferarán que es un logro de las mujeres, por y para las mujeres. En ese momento de celebraciones, las feministas pensarán en sus adentros algo de lo aquí planteado. Quizá expresarán que habrá que dar el beneficio de la duda a la ganadora.
Pero ojalá no tengamos que lamentarnos que, después de tanta batalla, trabajo, nadando a contracorriente, luchando por mejorar la calidad de vida de mujeres y niñas y por el respeto y garantía de los Derechos Humanos de las Mujeres, por fin llegue una mujer empoderada, la primera en la historia de México, a Palacio Nacional y para el infortunio, sea sólo la comparsa, el florero, la marioneta, la vasalla del patriarcado reencarnado en nuestro sistema político.
Esperemos que la que gane legítima y legalmente sea autónoma; que rompa amarras y se libere de los tabúes y roles sexistas que aprendió y de los escollos que la condicionan, que la limitan o que la arrinconan y nos liberte a todas las demás y en la vida cotidiana, de las desigualdades, injusticias y violencias de siglos y efectivamente cimbre las estructuras del México machista tlatoanista para edificar un país donde en verdad y en la realidad, con la ley en la mano, todas y todos seamos respetados en igualdad de condiciones y con las mismas oportunidades.
La reconciliación que le urge a México pasa también por promover la Sororidad y la Fraternidad y si habrá una mujer en la Presidencia de la República, queremos que se forje y demuestre ser y no sólo parecer, una auténtica feminista. De otra forma, no tendremos ninguna conquista que vitorear.