- Escrito por Lucía Melgar Palacios*.
A pocas semanas de las elecciones y a menos de seis meses del cambio de gobierno, el Ejecutivo y sus aliados en el Legislativo han promovido, y casi logran, la aprobación de reformas legales para garantizarse – y/o garantizar a la próxima administración- un poder mayúsculo que, dada la militarización ya predominante, lleva a preguntarse si su única expectativa es que su candidata y suspirantes al Congreso alcancen la mayoría para seguir debilitando a las instituciones y contrapesos y ampliando su alianza con las fuerzas armadas, o si suponen que, llegue quien llegue a la presidencia, se verá obligada a amnistiar a determinados personajes o a defender actos o leyes que afectan o han afectado los derechos humanos de personas o colectividades.
Aun para quienes no somos especialistas en derecho resultan inquietantes en efecto las reformas a la Ley de Amparo y la Ley de Amnistía impulsadas desde el oficialismo y que, si se consuma su aprobación en ambas cámaras, lejos de ampliar los derechos de la sociedad, beneficiarán a un gobierno de por si autoritario, centralizador y militarista.
Llama la atención que el senador Monreal haya defendido la reforma a la Ley de Amnistía en nombre del “derecho a la verdad”, pues, explicó, se perdonaría a personas acusadas/procesadas que puedan aportar información útil para esclarecer casos de interés público.
Mencionó: San Fernando, Allende, Tlatlaya… Si incluimos en esa lista de atrocidades Ayotzinapa o alguna de las masacres en que han estado involucrados elementos de las fuerzas armadas, habría que preguntar si, en caso de haber militares acusados/procesados, se argumentará que “pueden contribuir a la verdad”.
Si esta pregunta parece extravagante, basta señalar que el presidente ha defendido a capa y espada a las Fuerzas Armadas que le negaron información al GIEI y que, según notas recientes, han procedido a desaparecer la información sobre Ayotzinapa.
No es demasiado desatinado plantear entonces la posibilidad de que se pretenda amnistiar a personajes que pueden estar involucrados en crímenes muy graves, y no solo a altos integrantes del crimen organizado, como plantean los medios.
Incluso se puede especular si esta reforma no sería un antecedente para luego intentar amnistiar a acusados de violaciones a derechos humanos – como sería ya en realidad el caso de Allende o San Fernando ¿Qué tipo de distinciones se piensa hacer en relación con graves violaciones de DDHH que siguen impunes?
También es extraño que Monreal argumentara que con la Reforma a la Ley de Amparo, el Senado buscaba limitar la “invasión” de facultades legislativas por parte de los jueces cuando precisamente el poder judicial debe funcionar como contrapeso para evitar la aplicación de leyes inconstitucionales, como sucedió con la Ley de Seguridad Nacional el sexenio pasado o en éste con la ley de la GN.
¿Por qué no podríamos ampararnos contra la avalancha de leyes al vapor que aprobaron Senado y Cámara el año pasado sin siquiera leerlas? ¿Acaso no es una invasión de facultades legislativas que el presidente envíe leyes o iniciativas y, en vez de ser críticos, los no-representantes morenistas y sus aliados las pasen porque es lo que quiere el Supremo? ¿Quién puede creer el argumento de Sánchez Cordero de que el amparo debe servir sobre todo a los más vulnerables cuando el gobierno no ha cumplido con la suspensión de las obras del tramo 5 del #TrenDepredador?
Esas obras precisamente afectan a poblaciones vulnerables, a los derechos de la Naturaleza y provocarán una mayor precariedad de Quintana Roo y la península. El amparo ha sido una figura de vanguardia que, si bien no siempre protege de los abusos del Estado, tiene ese potencial. En estos tiempos ominosos de contubernio entre grupos de poder, políticos, grupos criminales contra la vida, la seguridad y la tranquilidad de la sociedad, es y puede resultar imprescindible.
Como si este embate legal y político contra un marco de protección de justicia de por sí endeble no bastara, esta semana estalló un gran escándalo de corrupción y abuso de poder en torno al ex ministro Zaldívar, quien- hay que recordarlo- abandonó a destiempo ese alto cargo, lo que facilitó el nombramiento de una ministra más por el presidente actual.
Sin mínima ética o decoro, el ex ministro denunciado (y no solo en demandas anónimas) ha buscado revertir el daño contra la ministra presidenta Norma Piña, como si ella estuviera partidizando un pleito personal cuando ella cumple con su deber de mandar investigar y cuando el primero en politizar su salida de la Corte fue el propio exministro al apoyar la campaña de la candidata oficial. Más allá de la calidad moral del personaje, no parece casual que de nuevo se ataque a la primera presidenta de la SCJN, a la que el discurso oficialista no ha dejado de denostar.
Sean cuales sean las simpatías o afinidades políticas de cada quien, la aprobación (plausible) de estas reformas es un signo ominoso más del desmesurado afán de control del presidente, empeñado de por sí en someter a los tres poderes a su voluntad.
Si además, la candidata de Morena gana la presidencia y la coalición oficialista tiene mayoría en el Congreso, estaremos cerca de un gobierno cívico-militar con exceso de poder. La elección de nuestros/as representantes es tan o más crucial que la de la próxima presidenta.
*Ensayista y crítica cultural, feminista