Todo por la razón y el derecho.

lia Trueba

En la historia de México, Andrés Manuel puede presumir, incluso por encima de pretéritos escenarios de partido único, una colosal legitimidad democrática otorgada en los comicios del pasado 1 de julio.

Un fugaz análisis cromático en las Cámaras del Congreso deslumbra a cualquier espectador. Haciendo abstracción de los móviles detrás de treinta de sufragios que le dieron el triunfo al tabasqueño, reconocemos esa legitimidad política al haber sido alcanzada, precisamente, a través de los canales e ideales democráticos establecidos en nuestra Constitución.

El triunfo alcanzado es democrático. Sin embargo, el ejercicio del poder parece que no.

Es como de fábula, que la experiencia más deslumbrante de la democracia, nos la esté arrebatando, a manera de enfermedad autoinmune, como si la ventaja electoral siendo así de aplastante, trajera aparejada licencia para hacer y deshacer, minando el propio entramado que resguarda la democracia.

Es habitual en algunos estudios políticos hacer alegoría de la idea del precompromiso democrático en el respeto al orden constitucional, con la estrategia de Ulises en La Odisea, al atarse al mástil de su barco para resistir y no verse seducido por el fatídico canto de las sirenas. En ese sentido, la rigidez y la supremacía constitucional han pretendido establecerse como elementos de garantía política y jurídica de los arreglos democráticos, evitando así la seducción de modificar o reinventar las reglas del juego por parte de las mayorías vigentes en momentos de política ordinaria.

El constitucionalismo es una filosofía política que intenta, en última instancia, detener naturales arbitrariedades en el ejercicio del poder. Porque, como decía Aristóteles:

“La ley no tiene las pasiones que necesariamente se encuentran en cada hombre”.

Cuesta trabajo comprender, entonces, cómo un mandatario con tanta legitimidad democrática sea un inminente peligro para la supervivencia de los propios instrumentos de expresión de la voluntad popular que le concedieron la calidad que actualmente ostenta.

Sólo un cínico, un idiota o una persona mal asesorada, se atrevería, teniendo tal capacidad de maniobra política en la vía institucional-republicana, a recurrir a medios abiertamente antidemocráticos. Yo me voy con el primer adjetivo, el arranque de pisotear la Constitución no es ocurrencia, es intención de sentar un precedente, mismo que prepara el terreno a futuras conductas autocráticas.

Dejando a un lado los remedos de consulta popular –y sin hablar de las consultas “a mano alzada” –, el memorándum utilizado por López Obrador como consecuencia de su frustración en la concreción de la contrarreforma educativa, en una flagrante afrenta contra los valores constitucionales. Dirigido en primer lugar a las Secretarías de Gobernación, Hacienda y Educación Pública, el titular del Ejecutivo mandata el cese de actividades que tengan que ver con la operatividad de la Reforma Educativa alcanzada en el sexenio de Enrique Peña Nieto. Y para finiquitar con un ataque de desfachatez, se lee previo a la firma de Andrés Manuel estampada al calce del documento: “Nada por la fuerza, todo por la razón y el derecho”.

Parece ser que López Obrador quedó anclado en aquellas doctrinas que veían a la Constitución como un legajo ornamental y no como lo que en realidad es: un documento vivo, con fuerza y eficacia normativa plena.

Al instante, numerosos juristas, echando mano de sus conceptos jurídicos y políticos más elementales, censuraron tal acto y lo tildaron de “fácilmente impugnable”, como fue el caso del ministro en retiro José Ramón Cossío. En efecto lo es; jurídicamente lo es. Con la mano en la cintura. Siendo ostensible la inobservancia de los cánones democráticos y republicanos en nuestra Constitución, como la división de poderes (Artículo 49), en tanto no se encuentra en los supuestos que le otorgan facultades legislativas al presidente (Artículo 29 y 131); la obligada fundamentación y motivación de los actos de autoridad (artículo 16); el imperativo hacia el Ejecutivo de ejecutar y dar plena observancia a las leyes aprobadas por el Congreso (Artículo 89), etc., los medios de control constitucional están servidos para ello. El más evidente sería la tramitación de una controversia constitucional (Artículo 105).

Si materialmente comienza la ejecución de todo acto tendiente a la inaplicación de la Reforma Educativa, existe una patente invasión de esferas de atribuciones. Por otro lado, se mantiene viable la posibilidad, en la tramitación del juicio de amparo indirecto, aunque con diferentes alcances en cuanto a sus efectos y obstáculos, como la acreditación del interés jurídico de los quejosos. No obstante, ¿cuántos se atreverán a hacerlo?

En la política de la nueva censura son pocos los dispuestos a sufrir el escarnio institucional y no institucional.

Y reconociendo la lucha de algunos valientes, tristemente las estructuras de autonomía e independencia judiciales llevan un tiempo cimbradas.

El discurso opositor debe concentrarse en advertir de los riesgos a la democracia, aunado a un buen ejercicio argumentativo que señale la regresión que implica el abandonar los acuerdos alcanzados en materia educativa,

¿La oposición tendrá los arrestos para unificarse y declarar el abuso de poder en el que nos encontramos cuando el mismo presidente, sin tapujos y miramientos, habla de la supremacía de su idea personal de justicia, reduciendo la ley a letra muerta?

Llegando a un último escenario hipotético en el que el Poder Judicial tome la batuta en este juego político, habrá que meditar seriamente si ese fallo será respetado por el jefe del Ejecutivo. Tengo mis dudas.